Cubierta

Cuentos completos

E. L. Doctorow

MalPaso
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES

Nota editorial

E. L. Doctorow murió el 21 de julio de 2015 cuando se corregían las pruebas de este volumen. Durante las semanas anteriores colaboró generosamente con Malpaso para perfilar los detalles de una edición (la primera de todos sus cuentos en cualquier lengua) que esperaba con enorme interés. Ya no podrá verla, pero sirva este libro de homenaje póstumo al gran escritor norteamericano.

Prólogo

El soñador del Bronx

A Patricia Escalona

Desde siempre, en Estados Unidos se ha prestado una extraordinaria atención al relato corto, circunstancia no tan frecuente en otras latitudes. Los grandes novelistas norteamericanos, desde Hawthorne y Melville hasta Henry James, más adelante Faulkner y Hemingway o, ya en nuestro tiempo, J. D. Salinger, John Updike o Richard Ford, por señalar algunos de los casos más conspicuos, han invertido buena parte, si no lo mejor, de su energía en la escritura de relatos breves. La importancia del cuento en la literatura norteamericana es tal que no resulta exagerado decir que el tono y el nervio de la narrativa de aquel país, sus señas de identidad mismas, hunden directamente sus raíces en la tradición del relato breve. Dejando aparte a los cuentistas que cabría calificar de puros (Edgar Allan Poe, O’Henry, Ambrose Bierce, Raymond Carver, etc.) es llamativo que resulte difícil dar con narradores de fondo que no hayan medido sus fuerzas en la distancia corta. También resulta llamativa la existencia de un elevado número de narradores de talento cuya producción novelística palidece en comparación con la altura, infinitamente superior, que logran alcanzar sus cuentos (piénsese en John Cheever, Richard Ford, Eudora Welty o el mismísimo Hemingway). La pauta dominante, en todo caso, es de signo anfibio: la inmensa mayoría de los grandes novelistas norteamericanos son cuentistas de primer orden, desde Mark Twain hasta David Foster Wallace, pasando por autores de la talla de Carson McCullers y Flannery O’Connor, además de los nombres ya citados. Como narrador, Doctorow reproduce el signo anfibio que caracteriza a la gran literatura de ficción escrita en su país, pero con una singularidad. Hasta ahora, la doble hélice de su escritura era poco menos que un secreto. Ello se debe en parte a que para el autor del Bronx no siempre estuvo muy claro qué diferencia hay entre escribir un cuento y escribir una novela. Maticemos esta observación.

En un intento de explicar en qué consiste exactamente la diferencia entre la distancia corta y la larga a la hora de narrar, Doctorow puntualizó que en tanto que una novela es el comienzo de una prolongada exploración, el cuento es un organismo vivo que cuando llega al terreno de la imaginación lo hace de manera súbita y con sus rasgos ya perfectamente formados. La distinción, con ser sugerente, no alcanza a explicar la elusiva magia inherente a la manera de fabular de Doctorow, cuyos entes narrativos nunca parecen tener del todo claro lo que son. La publicación de un volumen como el que el lector tiene ahora entre sus manos es de una importancia superlativa por dos razones. La primera, que los cuentos de Doctorow, con ser de una calidad excepcional, jamás habían sido reunidos en un solo volumen, ni siquiera en inglés. La segunda, que el escritor del Bronx goza de un inmenso prestigio como autor de algunas de las mejores novelas norteamericanas de las últimas décadas, pero su labor como cuentista ha pasado prácticamente desapercibida. Resulta inevitable pensar que su destino como cuentista lo marcó su padre, febril lector de relatos, quien se empeñó en que su hijo llevara el nombre del patriarca del cuento norteamericano, Edgar Allan Poe. Sin embargo, la clave del hacer de Doctorow como cuentista no se encuentra en Poe, sino en alguien de talante muy distinto: Jack London, por quien el autor de los cuentos que ahora presentamos sintió siempre una adoración sin límites. Los seres solitarios que pueblan las narraciones de London tienen una íntima afinidad espiritual con los personajes modelados por la imaginación de Doctorow: el paisaje social en que se mueven, la profundidad de su trazado psicológico, su asombrosa capacidad para hacerse a sí mismos, la forma que reviste la lucha por la vida en que se ven envueltos, la misma que entraña el difícil trabajo de dar cuenta del mundo en el que viven por medio del poder de la palabra, reflejan una concepción muy similar de la escritura.

Descendiente de inmigrantes judíos, nacido en el Bronx en los momentos más duros de la gran depresión económica que padeció su país, el primer escrito de relieve salido de la imaginación de Doctorow, publicado originalmente en 1968, figura en la edición que aquí se presenta como «Glosas a las canciones de Billy Bathgate». Se trata de un texto híbrido que estaba incómodo consigo mismo, situación que sólo se resolvería cuando más de dos décadas después su autor logró convertirlo en la novela titulada Billy Bathgate (1989). Al margen de su carácter profético, es un privilegio seguir la insólita peripecia del texto aquí incluido, sin duda fascinante en su misteriosa imperfección.

En 1971, Doctorow publica El libro de Daniel, su tercera novela, incisiva radiografía de la época del macartismo con la que el autor situaría su nombre a la altura de los narradores de mayor calibre de su país. Cuatro años después, en 1975, llegaría Ragtime, un pastiche histórico del Estados Unidos a caballo entre los siglos XIX y XX, generalmente considerada su obra maestra. Desde el punto de vista técnico y estilístico, todo está presente ahí, y por lo que se refiere a sus rasgos esenciales no evolucionaría demasiado, básicamente porque no era necesario. Tras la publicación en 1980 de la enigmática y audaz El lago, Doctorow se decide a revelar al mundo su faceta como cuentista. Vidas de los poetas (1984) es un conjunto de seis relatos rematados por la novela corta que da título al volumen. Los cuentos son síntoma de una extraña pulsión consistente en que apuntan a algo que queda fuera del relato mismo, como si tuvieran cierta urgencia por explorar otros ámbitos. «Vidas de los poetas», la narración que cierra el volumen, resume de manera magistral el proceso enhebrando las trazas que plantea de manera independiente cada relato en lo que constituye una epifanía final apoteósica. Tras el alarde técnico cae el telón y el cuentista desaparece entre bambalinas a fin de que el novelista pueda continuar la marcha, considerablemente triunfal, en que consiste su carrera más pública (todas las grandes novelas de Doctorow han sido bestsellers). Hay varios cuentos magistrales en esta primera colección: «El escritor de la familia», con su conmovedor descubrimiento del poder redentor de la escritura, o el elusivo relato titulado «El cazador», que abandona a su merced al lector en la última página. Poe (esta vez sí) deja su impronta en el escalofriante relato titulado «La depuradora», mientras que «Willi», en su trágico trazado, permite al autor conectar con sus raíces centroeuropeas. Leer un cuento de Doctorow es una experiencia estética un tanto desasosegante. No falta nada en estos relatos, y sin embargo dejan en el lector una desazón muy profunda, como si exigieran que ocurriera algo más, cosa que de hecho sucede, sólo que, extrañamente, fuera de la página.

A efectos de esta edición, la ordenación de los relatos completos de Doctorow la estableció el propio autor poco antes de morir, y no coincide exactamente con la de los volúmenes en que aparecieron de manera originaria, sino que obedece a una lógica superior que sólo su creador fue capaz de ver. En este sentido resulta altamente significativo que se respete la profunda unidad que constituyen los relatos integrantes de la segunda colección de cuentos de Doctorow, uno de los volúmenes más perfectos salidos de su pluma. Publicada en 2004 con el soberbio título de Sweet Land Stories [historias de la tierra dulce], esta recopilación de cuentos constituye, de por sí, un hallazgo editorial extraordinario. «Jolene: una vida», «Bebé Wilson», «Una casa en la llanura», «Walter John Harmon» o «Niño, muerto, en la rosaleda» son cinco estampas de extraña factura que buscan reflejar la no menos extraña textura de la realidad norteamericana. Desde el punto de vista de la poética del cuento, tiene aquí lugar un quiebro interesante. Como constató el propio Doctorow en la época en que publicó estas historias, el relato breve norteamericano se empezaba a alejar del fértil modelo chejoviano, que se resuelve en una epifanía que produce una revelación, para crear historias mucho más oscuras, firmemente urdidas en torno a argumentos que se adentran en la oscuridad misma a la que se asoma la imaginación extraordinariamente sutil, grotesca unas veces, perturbadora otras, de Doctorow. Salvo el anhelo estético que mueve el lenguaje no hay en estas historias despiadadas e inquietantes el menor ánimo de redención moral. John Gardner arremetió contra el autor de estos cuentos por este rasgo, supuestamente desolador, que caracteriza en general a la escritura de Doctorow, no sólo aquí, mientras que un crítico tan frío y riguroso como John Updike llegó a hablar de sadismo narrativo.

Doctorow volvería a las andadas, es decir a la novela, un año después, con La larga marcha (2005), una épica de la Guerra Civil Norteamericana que sigue los pasos del general Sherman en su larga marcha hacia el mar, durante la cual va acumulando una serie de catástrofes personales. Cuatro años después vería la luz Homer y Langley, obra que ejemplifica perfectamente la tensión entre cuento y novela que caracteriza tantas veces el hacer de Doctorow. La trágica historia de los hermanos Collyer, que perecieron sepultados en la basura que fueron acumulando durante décadas en su mansión de un Harlem que había dejado de ser un barrio señorial (la historia es real y Doctorow se ciñe rigurosamente a los hechos al contarla) fue seguida, muy recientemente, por un libro que tampoco es exactamente una novela, sino quizá un diálogo dramático en clave de relato, El cerebro de Andrew (2014).

El Doctorow de los cuentos es un escritor distinto del novelista capaz de fabular los grandes frisos históricos que el mundo lleva décadas celebrando porque el ingrediente central de esas novelas, la Historia con mayúscula, no dispone en los cuentos (ni en los relatos híbridos) del tiempo y el espacio suficientes para que el autor lleve a cabo los juegos malabares que son la marca de identidad de sus grandes títulos. Sea como fuere, la (H/h)istoria (con o sin mayúscula) del Doctorow cuentista no termina con Sweet Land Stories. En 2011 el autor publicaría su tercer y último volumen de relatos, Todo el tiempo del mundo. La recopilación recupera varias narraciones breves recogidas en los dos volúmenes anteriores e incluye media docena de cuentos que cabe considerar «nuevos» aunque en su mayoría habían aparecido en revistas como The New Yorker. En este volumen es donde se recogieron las «Glosas a las canciones de Billy Bathgate», que en la edición española de los cuentos completos aparece mucho antes, así como «El atraco», relato que también se resistió a ser lo que aparentaba y acabó por convertirse, veinte años después, en la novela, que aparecería bajo el título de La ciudad de Dios (2000). Por voluntad expresa del autor, la novela corta titulada Vidas de los poetas cierra el recorrido. El encuentro con los relatos breves de Doctorow supone una verdadera revelación: en ellos hay algo que no se manifiesta de la misma manera en las novelas mayores. Para decirlo de manera sumaria, como autor de relatos breves, Doctorow fue un escritor más directo, poético y fugaz; más emotivo y cercano; más íntimo y elusivo; más profundo y misterioso; y, a la postre, mucho más desconcertante. Como se ha recalcado, nunca antes había existido en ningún idioma la posibilidad de adentrarse sin restricciones en lo más hondo del lado secreto de la imaginación de un cuentista excepcional que da la casualidad de que se llama exactamente igual que un novelista a quien llevábamos muchos años leyendo con admiración: Edgar Lawrence Doctorow.

EDUARDO LAGO

Hydra, Grecia, 21 de julio de 2015

WILLI

Un día de primavera me adentré en el prado que se extendía detrás del establo y sentí elevarse alrededor las exhalaciones del campo, el húmedo dulzor de la hierba, e imaginé que, al calor del sol, el espíritu de la tierra ascendía y se fundía conmigo en un abrazo divino. Era tal la luminosa convicción de los colores en el henar dorado, en el cielo azul, que no pude contener la risa. Me tiré entre la hierba y extendí los brazos. De inmediato me sentí en trance, pero, a la vez, sin embargo, me mantenía consciente, de modo que en todo aquello en lo que posaba los ojos no sólo veía su existencia sino que también la sentía. Tales estados se producen de manera natural en los niños. Resonaba en mí el zumbido del universo; el mundo y yo, en una gran revelación natural, éramos indistinguibles. Vi la languidez de los bichos mientras tejían entre las hojas de hierba y dejaban hilos infinitesimalmente finos de una red resplandeciente de textura tan tupida que el aliento de la tierra, al elevarse, creaba en ella suaves ondulaciones. En los tallos de heno, diminutas criaturas reptantes acometían colosales odiseas, viajes de toda una vida, ante mis ojos. Aun así, no estaba presente en mi cabeza la idea de milagro, del milagro de la percepción microscópica. La escala del universo era irrelevante y las menores señales de energía eran proporcionales a la del sol, un ojo egipcio entre los tallos que él iluminaba como ilumina la tierra, en mitades. El heno había quedado aplastado debajo de mí, de modo que el contorno de mi cuerpo se dibujaba en el campo, los brazos y piernas extendidos, los dedos, y tenía conciencia de mi ser como la silueta arbitraria de una entidad que había decidido convertirme así en un medio para comunicarse conmigo. La idea misma de una cabeza, unas extremidades y un tronco sólo tenía sentido como acto de comunicación, yo me percibía a mí mismo en el hormigueo de la hierba aplanada y, de pronto, la sensación de imposición era enorme, un aguijoneo, un alzamiento de esa parte del mundo que por alguna razón estaba momentáneamente bajo mi responsabilidad, esa parte que me concedía la posesión de sí misma. Y me levanté y tuve la sensación de deslizarme sobre los planos del sol, que percibí como finas estrías alternadas con delgadas líneas de las esencias húmedas de la tierra. Y vuelto invisible por mi revelación, llegué al establo y examiné la fachada, arrimando la cara a la blancura pintada de su resplandor como un perro o un gato permanece con el hocico contra una puerta hasta que se acerca alguien y lo deja salir. Y pegado a la pared blanca del establo, avancé de lado hasta llegar a la ventana, un simple recuadro sin cristal que se percibía sólo por la frescura geométrica de su volumen interior, por estar dentro a oscuras. Y allí me quedé, como en la boca de un vacío, y sentí la existencia insustancial del prado al sol atraída en torno a mí hacia el interior del establo, como una implosión torrencial de luz hacia la oscuridad y de vida hacia la muerte y yo mismo me desintegré también en esa fuerza y fui absorbido como la paja del campo en medio de ese rugido, pero permanecí donde estaba. Y en una relación espacial muy normal con mi entorno sentí el calor sereno del sol en la espalda y la frescura del establo fresco en la cara. Y el ventoso rugido universal en los oídos se había estrechado y depurado hasta alcanzar una frecuencia reconocible, la del canto pulsátil de una mujer en el acto del amor, el suspiro y la nota y el suspiro y la nota de una partitura extática. Escuché. Y empujado por el sol, como si éste fuera una mano en mi nuca, metí la cara en el umbral de esa oscuridad fresca y mis ojos, ya cegados por el sol, vieron en la paja y en el estiércol a mi madre, desnuda, en una postura de absoluta degradación, un cuerpo, un cuerpo enrojecido sin cabeza, la cabeza amortajada con su propia ropa, todo invertido, como vuelto del revés por una ráfaga de viento, todo orden, verdad y razón, y esta madre profanada era tañida violentamente y obligada a cantar su propia profanación. ¡Cómo describir lo que sentí! ¡Sentí que merecía ver aquello! Sentí que era mi triunfo, pero me sentí monstruosamente traicionado. Me sentí de pronto privado de fuerza para sostenerme en pie. Me volví y deslicé la espalda pared abajo hasta quedar sentado bajo la ventana. El corazón me palpitaba en el pecho en nauseabunda proporción a los gritos de ella. Quise matarlo, matar a ese hombre que mataba a mi madre. Quise entrar de un salto por la ventana y clavarle un bieldo en la espalda, pero quise que él la matara, quise que él la matara por mí. Quise ser él. Me tendí en el suelo y, con los brazos sobre la cabeza y las manos entrelazadas y los tobillos cruzados, rodé pendiente abajo por detrás del establo, entre la hierba y la cosecha de heno. Aplasté el heno como un cilindro mecánico de fuerza irrefrenable que rodaba cada vez más deprisa sobre las piedras, a través de los riachuelos y los surcos, por encima de la tierra desigual, imperfecta, defectuosa e irregular, destellando el sol en mis ojos cerrados con urgencia diurna, como si el tiempo y el planeta se hubieran descontrolado. Como así fue. (Estoy recordando estas cosas ahora, siendo ya un hombre mayor que mi padre cuando murió y para quien una mujer de la edad de mi madre cuando todo esto ocurrió es una mujer joven a la que prácticamente le doblo la edad. ¡Qué increíble logro de la fantasía es la mente científica! Postulamos un mundo empírico, pero ¿cómo es posible que yo esté aquí, ante esta mesa, en esta habitación… y que no esté aquí? Si la memoria se reduce a la estimulación de un sinfín de células del cerebro, cuanto mayor sea el estímulo —el remordimiento, la toma de conciencia del destino—, tanto más intensamente plena será la sensación de la memoria, hasta el punto de que se producirá un desplazamiento, como en una máquina del tiempo, y la memoria pasará a ser, en sentido ontológico, otra realidad.) Papá, ahora te veo en el universo creado por ti. Camino por los suelos encerados de tu casa y me siento a tu mesa en el comedor. Noto las borlas del mantel en mis rodillas desnudas. La luz de los candelabros ilumina tu boca risueña de dientes grandes. Veo el abultamiento de tu garganta a la altura del cuello de la camisa. El cuero cabelludo rosado se ve a través del corte de pelo al rape de estilo alemán. Veo tu cabeza en alto durante una conversación y tu mano blanca y carnosa de gesto consumado dejando las cosas claras a tu esposa en el extremo opuesto de la mesa. Mamá está muy atenta. La llama de la vela arde en sus ojos e imagino la fiebre allí, pero está muy tranquila y realmente absorta en lo que dices. De su cuello largo, muy blanco, cuelga una fina cadena, de la que pende en la oscuridad de su pudoroso vestido un camafeo de color crema, el perfil labrado de otra bella dama de otro tiempo. En su cuello se advierte una palpitación lenta y delicada. Tiene sus pequeñas manos entrelazadas y los huesos de sus muñecas sobresalen de la orla de encaje de los puños. Te sonríe en el seno de tu afectuoso sentido de la propiedad, orgullosa de ti, complacida de ser tuya, de ser señora de esta casa y de ser madre de este niño. De la presencia de mi preceptor, sentado a la mesa frente a mí, girando distraídamente el pie de la copa de vino y lanzándole miradas, apenas es consciente. Sólo tiene ojos para su marido. Ahora pienso, papá, que en ese momento sus sentimientos son sinceros. Ahora me consta que cada momento posee su propia convicción y lo que llamamos traición es la convicción de cada momento, el deseo de que algo sea lo que parece ser. En el estado de regocijo, es posible amar a la persona a la que se ha traicionado y regenerarse en el amor por ella, sí, es totalmente posible. El amor renueva todas las caras y todas las costumbres y todos los ideales y deja relucientes los barrotes de la prisión, pero ¿cómo podía saber eso un niño? Corrí a mi habitación y esperé a que alguien me siguiese. A quienquiera que se atreviese a entrar en mi habitación lo atacaría, lo destrozaría. Quería que fuese ella, quería que ella acudiese a mí, para abrazarme y cogerme la cabeza entre sus manos y besarme en los labios como a ella le gustaba, quería que emitiese esos sonidos inarticulados de consuelo que emitía mientras me estrechaba cuando yo me hacía daño o me sentía desdichado, y entonces yo le pegaría con los puños, la derribaría a golpes y la vería levantar las manos aterrorizada e impotente mientras yo le pegaba y le asestaba puntapiés y saltaba sobre ella y le arrancaba el aire del cuerpo, pero fue mi preceptor quien, al cabo de un rato, abrió la puerta, se asomó a la habitación con la mano en el pomo, sonrió, pronunció unas palabras y me dio las buenas noches. Cerró la puerta y lo oí subir por la escalera a la planta de arriba, donde tenía su habitación. Ledig, se llamaba. Era cristiano. Yo había buscado en su cara, sin encontrarlo, algún indicio de autosuficiencia, de orgullo burlón o de crueldad. No se advertía la menor ordinariez, nada que pudiera ofenderme. Contaba apenas veinte años. Incluso me pareció detectar en sus ojos cierto grado de tormento. En todo caso, casi siempre parecía melancólico y, durante mis clases, a menudo dejaba vagar el pensamiento y se quedaba mirando por la ventana y suspiraba. Era un colegial en igual medida que su alumno. Existían, pues, todas las razones para abstenerse de juzgarlo, para dejar pasar el tiempo, para reflexionar, para adquirir entendimiento. Nadie sabía lo que sabía yo. Yo tenía esa opción, pero ¿la tenía? Me habían puesto en una situación intolerable. Se me había concedido doble visión, de ésa que se produce después de un golpe brutal. Descubrí que no quería saber nada de mi madre dulce y considerada. Descubrí que no soportaba la delicada pedagogía de mi preceptor. ¿Cómo cabía esperar, en medio de ese aislamiento rural, que yo siguiera adelante? No tenía amigos, no se me permitía jugar con los hijos de los campesinos que trabajaban para nosotros. Sólo contaba con esa trinidad de madre, preceptor y padre, esta trinidad no precisamente santísima del engaño y la ignorancia que me había excomulgado de mi vida a los trece años. Ésta es, por supuesto, la edad en que un niño se inicia en la madurez para el calendario del judaísmo tradicional.

Entre tanto, mi padre vivía centrado en el triunfo de su vida, dirigiendo una explotación agropecuaria conforme a los principios más modernos de la gestión científica, asombrando a sus campesinos e indignando a los demás granjeros de la región con su éxito. El sol hacía crecer sus cultivos, la Sociedad Agrícola de Galitzia le concedió un premio por la calidad de su leche y vivía con esa satisfacción perdurable que parece otorgarse a los individuos que están sobradamente a la altura de la vida que han elegido. Yo lo había incorporado al universo de los poderes gigantescos que, como niño, experimentaba con el cambio de las estaciones. Veía a los toros fecundar a las vacas, veía parir a las yeguas, veía salir la vida del huevo y el prodigio multiplicador de las charcas y los estanques, la gelatina y el cieno de la vida rielando en una expectativa grávida. Allí donde ponía los ojos, la vida brotaba de algo que no era vida, los insectos se desplegaban desde el interior de sus sacos en la superficie de las aguas quietas y al instante empezaban a merodear en busca de cena; todo aquello que empezaba a existir sabía de inmediato qué hacer y lo hacía sin sorprenderse de ser lo que era, indiferente al lugar donde estaba; la gran tierra expulsaba, por cada poro, por cada célula, a sus recién nacidos ensangrentados, alumbraba su propia diversidad a partir de todas las sustancias concebibles que contenía en sí misma, manaba vida que volaba o se agitaba al viento o descendía desde las montañas o se adhería a la cara inferior negra y húmeda de las rocas o nadaba o mamaba o mugía o se partía en silencio. Yo situaba a mi padre en medio de todo esto como propietario y administrador. Él vivía en el universo de los poderes gigantescos porque lo comprendía y lo ponía a su servicio, usaba el sol de cada día para sus cultivos y para criar lo que criaba de manera natural, por eso yo lo distinguía como el ojo de Dios en el reino, la inteligencia que aportaba orden y otorgaba a todo su valor. Él me quería y yo aún siento mi propio placer al hacerlo reír y quizá no me engañe cuando recuerdo el contacto de mi mano infantil en su mejilla sin afeitar, el olor a vino en su aliento, el humo de tabaco impregnado a su pelo espeso y ondulado o su expresión de fingido asombro en su absurda felicidad cuando jugábamos. Tenía los ojos juntos, del color de la uva negra, y los abría mucho en nuestros juegos. Se reía como un caballo y enseñaba unos dientes grandes y blancos. Era un hombre fuerte, fornido y robusto —la complexión que yo heredé— y había surgido como huérfano de los callejones de la Europa oriental cosmopolita, como los anfibios de Darwin salían del mar, y se había convertido en hacendado, marido y padre. Era un judío que no hablaba yidis y un granjero criado en la ciudad. No me permitían jugar con los niños de la aldea ni asistir a sus toscas escuelas. Vivíamos solos, aislados en nuestra finca, en el orgullo de la vida construida por uno mismo; ni judíos ni cristianos, ni amigos ni siervos de los austrohúngaros. A día de hoy aún no sé cómo se las arregló, ni qué rabia devoradora lo indujo a negar toda clasificación que la sociedad impone y a vivir como una anomalía, sin lazos con el pasado en un mundo que, como después se vio, no tenía futuro alguno, pero yo siento reverencia por el hecho de que lo hiciera. Por erguirse en la vida, quedó expuesto a las espadas de los jinetes mongoles, las hoces de los campesinos en la revolución, los ceños fruncidos de banqueros monstruosos y los gestos cruciformes de prelados. Debido a su arrogancia, se vio amenazado por el poder acumulado de toda la historia europea, dispuesta a decapitarlo, a clavar su cabeza a un poste y a convertirlo en espantapájaros en sus propios campos, con los brazos rígidamente extendidos hacia la vida. Pero cuando llegó el momento de esta transformación, se llevó a cabo con extrema facilidad, por medio de una palabra de su hijo. Yo fui el instrumento de su caída. Irónicamente, el linaje y el mito, la cultura, la historia y el tiempo adoptaron la forma de su propio hijo.


La observé durante varios días. Recordaba el sarpullido de la pasión en su carne. Estaba tan avergonzado de mí mismo que me sentía continuamente enfermo: la más vaga, más difusa náusea, náusea de la sangre, náusea del hueso. En la cama, por la noche, me costaba respirar y espantosas oleadas de fiebre rompían en mí y me dejaban reseco en mi terror. No podía expulsar de mi mente la imagen de su cuerpo derrocado, las amplias blancuras, sus pies calzados en el aire; cada noche la hacía gritar de éxtasis en mis sueños y un día, al amanecer, desperté mojado en mi propia savia. Ésa fue la crisis que me venció, porque, a causa del miedo a ser descubierto por la criada y por mi madre, a causa del miedo a ser descubierto por todos ellos como el archicriminal de mis sueños, corrí a él, acudí a él en busca de la absolución, confesé y me acogí a su misericordia. Papá, dije. Él estaba en la perrera cruzando a una pareja de bracos. Empleaba esa raza para cazar. Había armado una especie de arnés para la hembra para que no huyera, una especie de picota, y la perra aullaba desesperada y, si bien con el rabo mostraba su disponibilidad, apartaba el trasero de las arremetidas del macho en erección, que la montaba y embestía y fallaba y la volvía a montar y no conseguía mantenerla quieta. Mi padre se golpeaba la palma de la mano izquierda con el puño de la derecha. Métesela, vociferaba, venga, entra ahí, dale ya. Finalmente el macho lo consiguió y empezó el apareamiento. La hembra ahora permanecía inmóvil y en silencio, cayéndole la baba por los belfos, dejando escapar algún que otro gemido. Y al final el macho se corrió y se quedó erguido con las patas delanteras en el lomo de ella, colgándole la lengua mientras jadeaba, y aguardaron como perros a que se produjese la detumescencia. Mi padre se arrodilló junto a ellos y los apaciguó con susurros. Buenos perros, dijo, buenos perros. En este momento hay que vigilarlos, me dijo. Si intentan separarse demasiado pronto, se hacen daño. Papá, dije. Se volvió y me miró por encima del hombro, allí arrodillado junto a los perros, y vi su felicidad y su esplendor con el pantalón de faena remetido en las botas de montar negras y la camisa con el cuello desabrochado y el vello negro del pecho ensortijado hasta la garganta, y dije papá, habría que llamar a estos perros Mamá y Ledig. Y me di la vuelta tan deprisa que ni siquiera recuerdo el momento en que se demudó su rostro. No esperé siquiera a ver si me entendía, me di la vuelta y eché a correr, pero sí estoy seguro de una cosa: mi padre no me llamó.

En nuestra casa había una solana, una especie de invernadero con una pared exterior de cristal y el techo inclinado de cristal verde con armazón de acero. Era un elemento muy lujoso en esa región y aquél era el sitio preferido de mi madre para estar. Lo había llenado de plantas y libros y le gustaba tumbarse allí en una chaise longue a leer y fumar. Allí la encontré, como ya preveía, y la contemplé con asombro y fascinación porque conocía su destino. Era de una belleza extraordinaria, de pelo oscuro, con la raya en medio, recogido en un moño, y las manos pequeñas, y la adorable redondez de la barbilla, los asomos bajo la barbilla de una incipiente gordura, como un rasgo de indolencia en su carácter. Pero un hombre no se fijaría tanto en eso como en su cuello, tan adorable y grácil, o en el turgente busto pudorosamente cubierto. Un hombre no desearía ver las señales del futuro. Como era mi madre, nunca me había parado a pensar en que era mucho más joven que mi padre. Se había casado con él recién salida del colegio, mi madre era la mayor de cuatro hijas y sus padres estaban impacientes por acomodarla en próspero bienestar, eso es lo que ofrece un hombre maduro. No es que los padres desconocieran el elemento erótico para el hombre en esa clase de matrimonios, lo conocían perfectamente. La rectitud y el decoro son siempre muy prácticos. La contemplé con asombro y sobrecogimiento. Me sonrojé. ¿Qué pasa?, dijo ella. Bajó el libro y sonrió y me tendió los brazos. ¿Qué, Willi, qué pasa? Me eché a sus brazos y rompí a llorar y ella me estrechó y mis lágrimas mojaron el vestido oscuro que llevaba puesto. Me cogió la cabeza y susurró ¿Qué, Willi, qué te has hecho, pobre Willi? De pronto, dándose cuenta de que mis sollozos habían pasado a ser entrecortados e histéricos, me apartó sin soltarme —las lágrimas y los mocos caían de mí— y abrió los ojos desorbitadamente en una expresión de sincera alarma.

Esa noche oí desde el dormitorio los sonidos pasmosos y excitantes de su perdición. Volví a oír esos terribles sonidos de golpes sobre un cuerpo en Berlín después de la guerra, matones del Freikorps en las calles agrediendo a rameras que habían sacado a rastras del burdel y arrancándoles la ropa del cuerpo y abatiéndolas a palos sobre los adoquines. Me incorporé en la cama, casi incapaz de respirar, aterrorizado, pero sintiendo una innegable excitación. Dale ya, mascullé, golpeándome la palma con el puño. Dale ya. Pero de pronto no lo resistí más y entré corriendo en su habitación y me planté entre ellos. Levanté de la cama a mi madre, que no dejaba de gritar, la estreché entre mis brazos y a voz en cuello exigí a mi padre que parase, que parase, pero él alargó los brazos por encima de mí, la agarró del pelo con una mano y le asestó un puñetazo en la cara con la otra. Yo monté en cólera, la aparté de un empujón y me abalancé sobre él, lanzándole golpes, diciéndole a gritos que iba a matarlo. Esto ocurrió en Galitzia en el año 1910. Aquello iba a ser destruido en cualquier caso, incluso sin mí.

EL CAZADOR

El pueblo está dispuesto en terrazas en la ladera del monte, a orillas del río, un pueblo fabril de casas de madera y edificios públicos con fachadas de piedra roja. Hay una biblioteca llamada Lyceum con una única sala. Hay varias tabernas, antiguas casas con porche reformadas, con letreros de neón de Miller y Bud colgando de las ventanas delanteras. Justo en la margen del río se encuentra la vieja metalistería, una nave alargada de ladrillo de dos plantas con una torre en un extremo, una alambrada alrededor y muchas ventanas rotas. El río está helado. Una capa de nieve nueva cubre el pueblo. A ambos lados de las calles, la nieve acumulada durante el invierno se ha amontonado y llega a la altura del hombro. El humo se eleva desde las chimeneas de las casas y el cielo lo absorbe enseguida. El viento viene del río y barre la ladera entre las casas.

Un autobús escolar se abre paso por las estrechas calles en pendiente. Desde los porches, las madres y los padres miran a sus hijos subir al autobús. Es lo único que se mueve en todo el pueblo. Los padres cogen brazadas de leña apilada junto a la puerta y vuelven a entrar. En el bosque, detrás de las casas, se alzan árboles negros, negros en contraste con la nieve. Gorriones y pinzones vuelan de rama en rama e hinchan las plumas para mantener el calor. Revolotean hasta el suelo y brincan en la nieve endurecida bajo los árboles.

Los niños entran en la escuela por las grandes puertas de roble provistas de barras horizontales para abrirlas. No es una escuela grande pero sus proporciones cuadradas y altas crean salas huecas y escaleras resonantes. Los niños se sientan en filas con las manos cruzadas y miran a su maestra. Es alegre y amable. Lleva aquí justo el tiempo suficiente para que su deseo inmodesto de transformar a estos niños se haya convertido en respeto por lo que son. Tienen los pequeños rostros en carne viva por el frío; la debilidad de su piel clara asoma en manchas en las mejillas y en la palidez azul de los párpados. Sus párpados son membranas traslúcidas tan finas y delicadas que ella no se explica cómo duermen, cómo consiguen no ver con los ojos cerrados.

Les dice que se alegra de verlos allí con semejante frío, pese a que sopla un fuerte viento valle arriba y se avecina otra tormenta. Empieza el trabajo del día con gimnasia, pidiéndoles que se agachen y se doblen y salten y den vueltas a los brazos y hagan volteretas para que vean cómo es el mundo visto del revés. ¿Cómo es?, exclama, intentándolo ella misma, haciendo volteretas en la colchoneta hasta marearse.

Los niños no se animan pero la gimnasia los alerta sobre el estado de ánimo de ella. La observan con interés para ver qué viene a continuación. Con ella a la cabeza, salen del gimnasio pequeño y escasamente iluminado, recorren los pasillos vacíos, suben y bajan escaleras, oyéndola decir que son una patrulla perdida en las cavernas de un planeta en algún lugar lejano del espacio. Buscan indicios de vida. Vagan por las aulas sin usar, donde dibujos hechos con ceras cuelgan de chinchetas y los tablones de corcho se han abarquillado y desprendido del marco. Mirad, dice ella, levantando la bota de agua roja de un niño, rescatada de las profundidades del armario de un aula. ¡Nunca se sabe!

Cuando bajan al sótano, el portero que dormita en su cubículo despierta sobresaltado ante un grupo de niños que lo miran fijamente. Es un hombre corpulento con aspecto de oso y lleva pantalón de faena y una camisa de lana roja a cuadros. La maestra siempre lo ha visto con la misma ropa. Lleva una barba gris de dos días. Somos una patrulla perdida, le anuncia, ¿ha visto alguna criatura viviente por los alrededores? El portero arruga la frente. ¿Cómo?, dice. ¿Cómo?

En el sótano hace calor. La caldera emite un rugido grave. Ella le pide que abra la puerta de la caldera para que los niños vean la fuente de calor, el fuego en su cavidad. Los invita a todos a tirar uno por uno un puñado de carbón por la puerta. Ellos lo hacen como un sacramento.

A continuación, ella insiste en que el portero abra los cuartos de material y la antigua cocina del comedor y aquí señala cajas sin usar de sopa instantánea y alimentos enlatados, también grandes ollas y gruesas cazuelas de aluminio y una pila de bandejas de metal con compartimentos para la comida. Eh, eso no puede llevárselo, dice el portero. ¿Y por qué no?, contesta ella, éste es el colegio de estos niños, ¿no? Entrega a cada niño una bandeja o una olla y se marchan al piso de arriba, golpeándolos con los puños para espantar a las criaturas de carne húmeda y ojos rotatorios y cuernos carnosos que acaso acechan tras los recodos.

Por la tarde, ya ha oscurecido y el autobús escolar recibe a los niños en el aparcamiento situado detrás del edificio. Las farolas nuevas instaladas por las autoridades del condado irradian una luz ambarina. Bajo esa luz ambarina, el autobús escolar amarillo adquiere el color de una yema de huevo oscura. Cuando se pone en marcha, los niños, desdibujados sus rostros detrás de las ventanillas, se vuelven para mirar a la joven maestra. Ella se despide de ellos, abriendo y cerrando los manos como un aleteo. Las ventanillas del autobús se deslizan ante ella, rompiendo su imagen y volviendo a formarla y creando la ilusión óptica de que el edificio de piedra que se alza a sus espaldas se desliza sobre sus cimientos en dirección contraria.

El autobús ha doblado para acceder a la calle. Avanza despacio frente al colegio. Las cabezas de los niños dan una sacudida al unísono cuando el conductor cambia de marcha. El autobús se pierde de vista al llegar a la hondonada de la cuesta. En ese momento, la maestra cae en la cuenta de que no ha reconocido al conductor. No era el hombre bajo y fornido con gafas sin montura, era un joven de cabello largo y claro y cejas blancas, la ha mirado en el momento en que se encorvaba sobre el volante, con los brazos a punto de realizar el esfuerzo de iniciar el giro del autobús.


Esa noche, en casa, la joven calienta agua para un baño y la echa en la bañera. Se baña y orina en el agua. Saca las manos del agua y la deja resbalar entre los dedos. Tararea una melodía inventada. El cuarto de baño es grande, con revestimiento de tablas de madera pintado de gris. La bañera descansa sobre cuatro garras de hierro forjado. En lo alto de la pared hay una pequeña ventana apenas abierta y por la ranura se filtra el aire nocturno. Se recuesta y el aire frío se desliza por la superficie del agua y le acaricia el cuello.

Por la mañana se viste y se peina hacia atrás y se recoge el pelo y se pone unos pequeños pendientes de ópalo en forma de lágrima que le regalaron cuando se licenció. Va a pie al trabajo, abre el colegio, enciende el radiador, borra la pizarra y vuelve a la puerta de entrada para esperar a los niños en su autobús amarillo.

No llegan.

Va al aula, reorganiza las clases del día en la mesa, reparte hojas de papel rígido dejando una en el pupitre de cada niño. Regresa a la puerta de entrada y espera a los niños.

No se ve la menor señal de ellos.

Busca al portero en el sótano. La caldera emite una especie de gemido, se produce una rítmica intensificación de su ruido de funcionamiento y él está allí mirándola con cara de perplejidad. Le dice la hora y coincide con la hora de su propio reloj. Ella vuelve a subir y se planta en la puerta de entrada con el abrigo puesto.

El autobús amarillo entra por el camino de acceso del colegio y se detiene ante la puerta. Ella apoya la mano en el hombro de cada uno de los niños cuando descienden por los peldaños del autobús. El joven del pelo y las cejas rubios le sonríe.

En este pueblo han tenido lugar ritos sagrados y sucesos legendarios. En un partido de fútbol semiprofesional resultó muerto un jugador. Una vez vino y habló un candidato a la presidencia. Aquí se celebró un funeral multitudinario por las víctimas de un incendio en una fábrica de calzado. Da por sentado que el nuevo conductor de autobús desconoce todo eso.


La mañana del sábado, la maestra acude a la residencia de ancianos y les lee en voz alta. Ellos, allí sentados, escuchan el relato. Son las caras de los niños en un tiempo distinto. Incluso cree reconocer a abuelos y abuelas por el parentesco. Cuando se acaba la lectura, aquéllos que aún pueden andar se acercan a ella y le tiran de las mangas y el cuello de la blusa, interrumpiéndose mutuamente para explicarle quiénes son y qué fueron en su día. Hablan a gritos. Cada cual se burla de lo que dice el otro. Agitan las manos ante su cara para captar su atención.

Sale de allí cuanto antes. En la calle echa a correr. Corre hasta que la residencia de ancianos se pierde de vista.

Hace mucho frío, pero brilla el sol. Decide subir hasta la mansión que hay en lo alto de la cuesta más elevada del pueblo. De pronto, las empinadas calles doblan y cambian de sentido, convirtiéndose en sucesivos toboganes. Lleva botas de cordones y vaqueros. Trepa a través de ventisqueros en los que se hunde hasta los muslos.

La vieja mansión se halla al sol, por encima de la línea de árboles. Cuentan que uno de los dueños de la fábrica la construyó para su prometida y, poco después de tomar posesión de la casa, la mató con una escopeta. En las columnas griegas faltan grandes pedazos y ella ve asomar tela metálica entre el yeso. Del pórtico cuelgan carámbanos y hay nieve apilada contra la casa. No tiene puerta delantera. Entra. La luz del sol y la nieve llenan el vestíbulo y la magnífica escalera. Ve el cielo a través del techo desplomado y un cráter en el tejado. Avanza con cuidado y se acerca a la puerta de lo que debió de ser el comedor. La abre. Huele a podrido. Se oye un susurro y un silbido y ve una constelación de pares de ojos en la oscuridad. Abre más la puerta. Varios gatos están arrinconados en un ángulo del salón. Le gruñen y contraen la cola.

Sale y camina hasta la parte trasera de la casa, un campo abierto, blanco bajo el sol. Hay una escalerilla de aluminio picado apoyada contra el alféizar de una ventana de la planta superior. Sube por la escalerilla. La ventana está reventada. Atraviesa el marco y se queda inmóvil en un dormitorio bien iluminado y espacioso. Un hemisferio de hielo cuelga del techo. Parece la base de la luna. Se detiene ante la ventana y ve en el borde del campo a un hombre con una chaqueta naranja y una gorra roja. Se pregunta si él la ve desde esa distancia. El hombre se apoya la escopeta en el hombro y un momento después ella oye un extraño chasquido, como si alguien hubiera asestado un golpe con la palma de la mano en el revestimiento exterior de la casa. No se mueve. El cazador baja la escopeta y retrocede por el campo hacia la linde del bosque.


A última hora de la tarde, la joven maestra telefonea al médico del pueblo para pedirle que le recete algo. ¿Qué problema tenemos?, pregunta el médico. Ella inventa una respuesta autodestructiva, pero se muestra segura y firme, logra incluso emitir una risita. El médico le dice que telefoneará a la farmacia y le recetará Valium, dos miligramos, para que no se amodorre. Ella se acerca a Main Street, donde el farmacéutico abre la puerta y, sin encender la luz, la lleva al mostrador del fondo. El farmacéutico hunde la mano en un tarro grande y saca un puñado de comprimidos y mete los comprimidos de Valium uno por uno, con el pulgar y el índice, en un frasco.

La joven va al cine de Main Street y paga la entrada. El cine tiene el mismo nombre que el pueblo. Se sienta en la oscuridad y traga un puñado de comprimidos. No distingue la película. La pantalla es blanca. Luego lo que ve formarse en la pantalla blanca es el pueblo en su manto de nieve, las casas de madera en la ladera del monte, el río helado, el viento que arrastra la nieve por las calles. Ve a los niños salir por las puertas de sus casas con sus libros y bajar por la escalinata a la calle. Ve la vida exactamente como es fuera del cine.

Después cruza el centro del pueblo. Lo único abierto es el quiosco. Varios hombres hojean revistas. Dobla por Mechanic Street y pasa por delante del taller de herramientas y moldes y cruza las vías del ferrocarril hacia el puente. Empieza a correr. En medio del puente el viento es una fuerza y ella tiene la impresión de que quiere empujarla por encima de la balaustrada y tirarla al río. Corre encorvada, con la sensación de que se abre paso a través de algo que sólo cede ante ella al desgarrarlo.

Al otro lado del puente, la calle gira bruscamente a la izquierda y, en el recodo, al pie de una cuesta con pinos, hay una casa marrón con un letrero de neón en la ventana: LOS RÁPIDOS. Sube por los peldaños del porche, entra en Los Rápidos y, sin mirar a derecha ni izquierda, se dirige hacia el fondo, donde encuentra el lavabo. Cuando sale, se sienta en uno de los reservados de madera contrachapada y barnizada y fija la mirada en la mesa. Al cabo de un rato, un hombre con delantal se acerca y ella pide una cerveza. Sólo entonces alza la vista. La luz es tenue. Ante la barra hay un par de ancianos, pero a solas en un extremo, instalado con su vaso y un paquete de tabaco, está el nuevo conductor del autobús, el hombre de pelo rubio y largo, y le sonríe.


Él se ha sentado con ella. Durante un rato no cruzan palabra. Él levanta el brazo y se vuelve en el asiento para mirar hacia la barra. ¿Quieres otra?, dice. Ella mueve la cabeza con un gesto de negación, pero no da las gracias. Hunde la mano en el bolsillo de su abrigo y coloca un billete de dólar arrugado junto a la botella. Él levanta un dedo.

¿Eres de por aquí?, pregunta.

De la parte este del estado, contesta ella.