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Prólogo

Una reunión de textos no siempre es, o no necesariamente es, una máquina de pasado, la confirmación de una o varias trayectorias una vez que se vuelve la vista atrás. Tampoco tiene por qué ser esa máquina de futuro que se pone a funcionar con la elaboración de apuestas. Mejor es concebir esa misma reunión de textos como una forma de construir ventanas desde las cuales es posible ver (vislumbrar acaso) algunas de las distintas maneras en que ciertas escritoras y escritores han decidido enfrentar su quehacer en el aquí y el ahora. ¿Puede una reunión de textos participar de aquello que Josefina Ludmer denominó «producción de presente» con referencia a las literaturas en su fase postautónoma dentro de la realidad-ficción de la imaginación pública de nuestro tiempo? Por qué no. Más que la conformación de un corpus literario o la delineación de fronteras nacionales estrictas, esta colección es porosa y varia. Está basada en la fuerza o extrañeza de los textos mismos, en la manera como interrogan a nuestros hábitos de lectores o conducen nuestra mirada hacia sitios inesperados dentro del muy cruento horizonte neoliberal de hoy. Es notorio aquí que, aunque buena parte de estos textos se ciñen a lo que se conoce como ficción (novelas o cuentos con personajes y tramas con los cuales se lleva a cabo aquello del «desarrollo del significado en el tiempo»), otra parte busca trasgredir nociones establecidas yuxtaponiendo formas y combinando recursos en textos de difícil clasificación. Queda claro también que, aunque dominado por el español, el territorio que habitamos es multilingüe, y los trabajos generados desde la combinatoria de, al menos, dos idiomas, bien podrían presentarse de entrada como letras en traducción. La noción misma de territorio, especialmente de uno calificado como nacional, merece amplia revisión en una era de migraciones impuestas o buscadas. Tal vez, como aseguraba John Berger de los poemas de Nazim Hikmet, «el aquí [de estos textos] está en otro sitio»; tal vez estos escritos confían, de entrada, «en lectores que [están] más y más lejos», en esa otra lengua hacia la que se aproximan.

Reunir veinte textos narrativos escritos por autores y autoras menores de cuarenta años en el momento de la selección: ésa era la tarea y ésas eran las reglas de la tarea, que se nos encomendó a tres lectores profesionales, sí, aunque con prácticas de lectura bien distintas. Y no se eligen veinte entre una multiplicidad de textos sin conversaciones, nuevas lecturas, desavenencias, argumentos, discusiones, más lecturas y, finalmente, acuerdos. Habrá que decir que tener acceso casi inmediato a todos los textos sugeridos (una de las tareas de las que se hizo cargo la institución a través de PDFs) facilitó en mucho una discusión tan rica en matices como en ejemplos empíricos. Es usual, y hasta recomendable, iniciar cualquier búsqueda definiendo el campo de la misma. Una vez iniciada, sobre todo si la búsqueda es real, es también cierto que la definición del campo, y el campo mismo, se transforman a medida que se avanza. La narrativa es, después de todo, una práctica viva, nunca una lección. Si reconocemos que toda decisión estética conlleva, en sí, una ética, habremos de aceptar que en estas distintas formas de narrar se debaten también las distintas formas de estar en el mundo y de configurar esa realidad-ficción dominada ahora mismo por un Estado en llamas y una sociedad civil en activo.

Se incluyen aquí textos que han sido apoyados de manera por demás dinámica por grupos editoriales trasnacionales (de Mondadori a Planeta pasando por las recientemente fusionadas Alfaguara, Anagrama o Tusquets, por mencionar cinco), conformando así un grupo de autores más bien conocidos y bastante comentados en el medio nacional, y algunos, aun, en el internacional. También se incluyen textos publicados originalmente por editoriales de capital independiente (Sexto Piso o Almadía, entre las de mayor alcance; Ditoria, entre las más recientes) así como autores que han empezado a publicar gracias a los recursos de las fondos editoriales del Estado, tales como Tierra Adentro. Y tal vez esto demuestre que a todo proceso de globalización editorial lo circunda, o lo agujera, el reacomodo glocal, a veces incluso con el apoyo de un Estado que, aunque lo ha intentado, todavía no se deshace del todo de su responsabilidad en hechos de producción cultural.

En esta selección resulta claro que hay autores mexicanos que escriben desde fuera (Ruiz Sosa, Lozano, Luiselli) y autores que escriben en un español generado en un roce constante con otras lenguas, el zapoteco del sureste de México (Pergentino) o el véneto (Montagner), por ejemplo. Hay textos que arriesgan en una prosa que mezcla la ficción, o la autoficción, con la crítica (Anaya, Gerber) o el periodismo con la literatura (Melchor). Hay escritores arraigados en los centros de producción cultural, tanto en la Ciudad de México como en Guadalajara, pero también están aquí los que han decidido continuar generando su trabajo desde sitios menos hegemónicos (Ramos, Velázquez, Melchor, Lomelí). Que ésta es una reunión de textos (y no necesariamente de autores) queda también claro con la inclusión de un capítulo de la novela póstuma de Gerardo Arana. Importa menos, en efecto, quién lleve el texto como propio y más quién lo haga propio desde la experiencia de otra lengua y desde ese otro eje de realidad-ficción que, dejando atrás el paso de España a América Latina (o viceversa), se establece ahora de sur a norte o de norte a sur pasando, y esto de manera ineludible, por la traducción. Las antologías no deben confirmar jerarquía alguna, sino contener (como decía Berger de los poemas de Hikmet una vez más) un espacio, mucho espacio, y con este contenido atravesar el océano. Estamos, pues, frente a la travesía. Si tenemos suerte esto será un viaje, es decir, una conversación.

CRISTINA RIVERA-GARZA

Canción de amor para una androide

Para apaciguar la alicaída espera del lunes, un domingo, mis padres decidieron que iríamos al cine. Aunque mi madre quería escapar esa tarde de la emergente zona residencial al norte de la Ciudad de México —donde abundaban los terrenos baldíos, las ciudades perdidas y los edificios de interés social—, mi padre estaba cansado. No hubo tiempo para escoger la película, nuestro viaje tenía ya un destino seguro, no importaba la cartelera. El cine Futurama era el coloso de la zona y en la penúltima función le hizo honor a su nombre. En una distopía situada en la ciudad de Los Ángeles, año 2019, tuvo lugar el primer llamado de mi vida sexual. Pasaron los días y me di cuenta de que no podía quitarme esas imágenes de la cabeza. Creí entonces que en algo así consistía el amor.

I

En la pantalla el teniente Deckard está a punto de ser asesinado por uno de los replicantes a los cuales persigue, cuando Rachel —otro modelo replicante— dispara en contra de ese tecno-organismo de su misma especie para salvarlo. Corte. Estamos en el departamento de Deckard, Rachel está ahí también. Ella sabe que es el hogar del cazador y ella es parte de los perseguidos. Pero él está en deuda, por lo que ella le confiesa su plan y le hace una pregunta. Se trata de desaparecer, de huir: «si me fuera al norte, ¿me perseguirías?». La deuda establece un contrato: «no, no lo haría, sin embargo, alguien más lo haría en mi lugar».

Ante la tregua, Rachel permanece en el departamento de Deckard. La última vez que estuvo en ese lugar, el teniente se dedicó a desmentirle sus recuerdos, a señalar la falsedad de sus fotografías y a evidenciar que sus memorias eran implantes; prótesis de historias ajenas que habían modelado su carácter. Convencida ya de ser un producto de la ingeniería biogenética, ahora le toca devolver la pregunta: «¿alguna vez te has hecho la “prueba de empatía”?», que es lo mismo que preguntar: «¿Cómo puedes estar seguro de que no eres un producto más de esa corporación que fabrica copias humanas con emociones sintéticas?». Un saxofón comienza un fraseo lento, sinuoso, a un volumen muy bajo. La cama de armonías la da un sintetizador, la música suena a luces neón y a protocolos para un encuentro amoroso. El teniente Deckard no responde, se acuesta sobre su sillón y bebe su whisky. Una mirada reflexiva queda fija en sus ojos.

Deckard está dormido, pero el saxofón reitera la frase. Rachel se sienta al piano donde, dispuestas de manera obsesiva, se encuentran las fotos familiares del teniente. Ella toca el piano, él se despierta. «soñé con música», le dice; pero quizá también podría decir: «soñé que yo también era una máquina» o «soñé que me enamoraba de una androide cuya accidental perfección era el remedo de un ser humano». Ya en la vigilia, Rachel retoma el juego de la duda. Dice recordar haber tomado lecciones de piano, pero cómo actuar con certeza cuando se comprueba que ese saber hacer que consideramos tan nuestro no es un aprendizaje adquirido al procesar los datos de nuestra sensibilidad, sino una mera función consecuencia de un implante. Si Rachel imagina que sabe o que ha sentido algo, siempre queda la duda sobre quién lo vivió realmente, ella o la supuesta dueña de los recuerdos.

En medio de este dilema, el protocolo se precipita. Un beso sentados al piano. Rachel intenta salir del departamento. Deckard no la deja escapar y de manera brusca la empuja contra la pared. La bella androide responde asombrosamente lúcida: I can’t rely on my memories («no puedo confiar en mis recuerdos»). La última palabra es interrumpida por un teniente deseoso que intenta realizar un ejercicio de programación:

—Di «bésame».

—Bésame…

—«Te deseo».

—Te deseo.

—Otra vez.

—Te deseo, pon tus manos en mi cuerpo…


En ese instante, mi madre —quien no aceptaba que me había convertido ya en un adolescente— se disponía a taparme la vista, pero las imágenes no fueron más lejos.

Diez años después, en 1992, Blade Runner fue reeditada con las indicaciones originales de su director. La lección de Deckard a Rachel, a pesar de haber sido fructífera, resultaba igualmente frágil. En esta nueva versión quedaba claro que el detective también poseía un saber hacer que era el producto de recuerdos implantados. Esto se le revela cuando el teniente Gaff, al final de la cinta, le deja un unicornio de origami frente a su puerta. El mismo unicornio con el que cotidianamente soñaba despierto en este nuevo montaje. El mismo unicornio que asaltaba las ensoñaciones bajo el sol de muchas réplicas más.

Pasaron los años, a veces esta secuencia volvía a asaltarme. Poco a poco, en mi cabeza, un cúmulo de preguntas fueron cobrando forma. ¿Cómo sería copular a partir de un aprendizaje elaborado de recuerdos ajenos? ¿Cómo se podría volver a entrelazar todo ese orden impersonal de proposiciones y hábitos? ¿Cómo hacer de una prótesis —que quizá seamos nosotros mismos— la posibilidad para fornicar amorosamente?

II

Los androides modelo Nexus 6 que protagonizan el filme Blade Runner fueron concebidos a imagen de los seres humanos, pero se les injertó la memoria de alguien más. De ahí que sus experiencias siempre estén acompañadas por la mirada de un extraño que se confunde con ellos mismos. Esta situación los vuelve incapaces de vivir y quizá también de escribir una historia propia. Una columna del periódico —que encontré algunos años después de que vi el filme y que se hacía llamar «teoría de la replicancia»— resaltaba esta última idea. Aquella vez entendí bastante poco. Recientemente busqué el título en el internet y vi que ese texto se había publicado en un libro. La mentada teoría de la replicancia, hoy lo sé, afirma que el paisaje distópico de la película representa la devastación de los países periféricos, los cuales únicamente estarían habitados por «copias». En términos geopolíticos, según el breve artículo, tal condición estaría determinada por un sistema de corporaciones (ubicadas en distintos centros de poder), que mediante el flujo de mercancías y la conquista simbólica de imaginarios sociales, originaría un proletariado internacional con un sistema de valores intercambiable. Semejante diatriba convertía el filme en una metáfora inconsciente o velada de las relaciones de dominación entre centro y periferia y transformaba a las copias humanas en los héroes de esta «teoría de la liberación».

Ahora que escribo estas líneas, esa lectura me parece corta de miras pues pretende encasillar el nacimiento de una nueva especie en una simple representación metafórica de la realidad. Deja de lado dos promesas centrales que este relato de ciencia ficción nos ha heredado para imaginar un tiempo por venir: la posibilidad de una orfandad sin nostalgia y de una sospecha bien fundada hacia las imposturas de nuestra memoria.

Cualquier padre que procrea por inseminación científica puede generar una peculiar ausencia parecida a la orfandad. En relación con estos humanoides, el agente de tal método de acción y conocimiento es el sacerdote de la biomecánica, que habita la cumbre del edificio piramidal de la corporación que lleva su mismo nombre, el Doctor Tyrell. Si la pirámide cristaliza el arquetipo del mundo como montaña y de la montaña como dadora de vida, el edificio de la corporación Tyrell es la fundación de un tiempo histórico en que el sueño del maquinismo finalmente se realiza y asegura la continua producción de copias humanas (destinadas a realizar las labores más bajas de la división del trabajo). Hijos de un padre incapaz de engendrar seres únicos e irrepetibles, a su imagen y semejanza, las réplicas no pueden ser consideradas individuos, pues las vivencias, el aprendizaje y, finalmente, los significados de su memoria no fueron naturalizados por su propio cuerpo. De ahí el drama ontológico que desencadena las acciones.

El argumento de Descartes «pienso luego, existo» ha llevado a estos seres que sobrepasan la inteligencia humana, a preguntarse por los límites y posibilidades de su propia identidad. Mientras tanto, los peligros que conlleva el slogan more human than human de la corporación Tyrell se han aminorado, las réplicas tienen por defecto trágico una precipitada finitud, cuatro años de vida. Con este breve lapso y sabedores de que todos sus recuerdos son sólo la bruma de una existencia ajena, estos androides han organizado un levantamiento para reclamarle a su creador un poco más de tiempo. Lo que les permitiría tener un pasado, articular un conjunto de recuerdos y así conquistar una identidad propia. Aquella que el argumento cartesiano no ha logrado satisfacer.

Ante la solicitud de sus criaturas, Tyrell se limitará a argumentar que la finitud es la condena de los seres vivos y que una vez desencadenado el proceso es imposible alterar el envejecimiento de un sistema orgánico sin que éste se precipite inmediatamente en la muerte. Frente a tal respuesta, Roy Batty, el líder de la insurrección, llevará a cabo una venganza estéril e iracunda al besar a su impotente padre, tomar su rostro con ambas manos, clavar los pulgares en sus ojos y girar su cabeza hasta escuchar cómo se resquebraja su cuello.

Hay un gran contraste entre la actitud de este androide con su creador y la que tendrá frente al teniente Deckard, aquel que lo persigue y ha «desactivado» al resto de sus compañeros. Muerto el padre y fracasada la revuelta, Roy asemeja a un animal herido que goza sus últimos instantes de vida dando rienda suelta a sus instintos beligerantes. Los papeles se invierten, entonces el cazador se torna un animal acosado. En la huida, Deckard es incapaz de saltar la brecha que separa a un edificio de otro y queda suspendido en una cornisa. Y lo que viene a continuación es en primera instancia una escena que sería imposible con Tyrell. A diferencia de este último, Deckard no es un dios de la biomecánica, sino un simple guerrero que lucha bajo las mismas condiciones. Así, a punto de caer, Roy rescata a Deckard, quizá porque reconoce el signo impersonal de una vida que juega con la muerte. Se podría argumentar que la experiencia de su propia finitud conduce a este tecno-organismo a un gesto de piedad por todo lo vivo. Pero el concepto de piedad, aplicado a una máquina que ha aniquilado a su propio padre y cuyo soplo final de vida proviene de un efervescente deseo de venganza, resulta inexacto. La última vez que vi el filme logré distinguir que Deckard nunca solicita clemencia, más aun, lanza un escupitajo al androide y en ese esfuerzo se precipita al vacío. Parecería entonces que la razón por la cual Roy lo toma del brazo, justo antes de caer, es más bien una admiración por esa vida que se encuentra más allá del individuo que encarna la figura del teniente. Como si ese juego con la muerte dejara entrever el puro acontecimiento de lo vivo, liberado de sus accidentes.

La orfandad de estos seres «vivos» se observa en su inestable posición dentro de la naturaleza. Una de las memorias de Rachel, que el teniente Deckard se encargó de evidenciar como un recuerdo-implante, representaba una cruel escena de matricidio. Según Rachel, en su infancia tenía una ensoñación que se repetía de manera perturbadora. Una araña había tejido en un arbusto fuera de su ventana la red de seda que sería el hogar de sus crías. Al nacer éstas devoraban a su progenitora. Ese recuerdo-prótesis parece que asienta en los modelos Nexus 6 el mito de la unidad original con una madre fálica en donde cualquier deseo estaría satisfecho y de cuyo cuerpo primigenio se habrían emancipado mediante un acto de violencia. Precisamente es el relato de esta separación el que inscribiría en ellos la nostalgia de una supuesta unidad con la naturaleza, fuente de plenitud, once upon a time, sacrificada en aras de una libertad pecaminosa. Pero ni Rachel ni las demás réplicas tienen una madre primigenia. Tanto ella como el resto son un simple producto de la técnica. Carentes de este vínculo primordial, las réplicas adolecen de un lugar en el orden de la creación que garantice su identidad como especie. Su ontología elude semejante añoranza.

Hijos de una burocracia tecnocientífica, bastardos de una circunstancia histórica, el contrato que vincula a estos tecno-organismos con cualquier figura de autoridad, que legitimaría el significado de sus memorias, no está garantizado por ningún fundamento que sobrepase la instrumentación de lo vivo, realizada por la inventiva humana, en un sofisticado tren de producción. Como lo ha dicho Donna Haraway, se entiende por qué estos bastardos no tendrán reparo en ser infieles a sus orígenes. Sus padres, después de todo, no son esenciales.

La otra promesa que este relato nos ha heredado tiene que ver con la compleja estructura sensible de los androides Nexus 6. Aquella que les permite percibir y experimentar su entorno a partir de recuerdos falsos y los orilla al simulacro de su personalidad. Una trampa maldita en medio de la cual estos seres aún son capaces de afirmar un modo de relación con el futuro. Aunque los personajes de la película afrontan esta condición de distintos modos, únicamente Rachel nos dejará entrever los límites de semejantes peripecias. Es cierto que ella sólo aparece en un segundo plano, en la historia de amor en la que se ve enredado un asesino profesional de androides. Pero en esta alianza contra natura, entre el cazador y la víctima, entre aquel que se encuentra seguro de pertenecer al género humano y su amante robot, se desborda por primera vez la confrontación entre especies que parece articular la trama. Poco a poco, mientras transcurre el filme, Rachel se descubre como una muñequita sintética perfecta. El momento que resulta parteaguas es cuando decide teatralizar, en el coito, una melodía impersonal, la que sus recuerdos-implante ponen en escena con la exactitud de una mímica robótica.

Rachel conoció a Deckard cuando éste le aplicó la prueba de empatía. Un cuestionario que, al observar la dilatación de su pupila, evaluaba sus respuestas emocionales a ciertas escenas con distintos grados de dramatismo. Esa prueba servía para corroborar si el sujeto analizado pertenecía a las filas de la producción en serie o podía presumir de ser único. En esa ocasión Rachel interrogó a Deckard con la siguiente pregunta: «¿alguna vez has desactivado a un ser humano por error?»; entre líneas, un eco particularmente diáfano deja oír esta otra: «¿Cuál es la diferencia entre un replicante y un ser humano?». La idea que sugiere la película es que la identidad se funda en una facultad bastante frágil, la memoria. El presupuesto que da sentido a la prueba de Deckard es que las experiencias de los seres humanos, con el paso del tiempo, urden precisamente una memoria singular. Ésta conforma una especie de pliegue, distinto en cada individuo, que nos permitiría frenar el flujo ilimitado de imágenes del devenir y establecer un breve intervalo para poder interpretar cualquier nueva vivencia a partir de lo ya vivido. Es decir, esos ayeres cristalizados en nuestra memoria nos darían la regla para aproximarnos a cualquier nueva eventualidad, activando en nosotros distintas respuestas emocionales. Cada individuo conformaría entonces un punto de vista único. Las experiencias plegadas en su memoria lo volverían una expresión singular de la realidad.

Los replicantes en Blade Runner se encuentran cerca de este grado de individuación. Incluso, el tono elegíaco en el monólogo que pronuncia Roy, en sus últimos instantes de vida, logra implicarnos de tal manera porque alude precisamente al valor que asignan los mortales a esa memoria que se encuentra plegada en su cuerpo y que se volverá irrecuperable después de la muerte.

He visto cosas que ustedes los humanos no creerían. Naves de ataque en llamas más allá de la galaxia de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.

Ante esas líneas no puedo evitar preguntarme, ¿qué morirá conmigo cuando muera?, ¿morirá mi amor por Rachel?, ¿es acaso ésa la razón por la que escribo estas líneas? El optimismo con que el líder de la revuelta define el espectáculo de sus propios recuerdos contrasta con el grado de sospecha con que la frase I can’t rely on my memories de la androide se aproxima a cualquier registro del pasado.

El escepticismo de Rachel es un eco de una de las primeras tesis replicantes que vieron la luz. En ésta, Bertrand Russell afirmaba que es imposible refutar, por medio de la lógica, la hipótesis de que el mundo se creó hace cinco minutos con una población que «recuerda» un pasado completamente irreal. Todo lo que parece remontarse un poco más atrás, a las profundidades del tiempo, podría ser una puesta en escena realizada por una corporación en el cerebro de un grupo de robots. El mecanismo de tal montaje tendría alguna similitud con el proceso por el cual se redactan los horóscopos, donde la voz del destino se articula a partir de la azarosa selección de un conjunto de frases, en un banco con algunos miles de sintagmas. de la misma manera, es posible imaginar una empresa que se dedica a entremezclar, con el rigor de una novela de aventuras y la secuencialidad de una novela de formación, álbumes de fotografías, imágenes del cine y la televisión y algunas tomas subjetivas (a veces un tanto borrosas) para generar un personaje de realidad industrial. Un modelo que no es ya la copia de otro ser humano, el androide Nexus 7. Esta simple tesis nos obliga a tomar distancia frente a cualquier precipitada elegía y vuelve frágil la noción de individuo que nos enchina la piel en aquel discurso del androide rebelde. A fin de cuentas, con una memoria como la que acabamos de describir, su ontología sería simplemente la de un azaroso pastiche.

III

La canción había hechizado a Londres desde hacía varias semanas. Era una de las producciones de una subsección del Departamento de Música con destino a los proles. La letra y la música de estas canciones se componían sin intervención humana alguna valiéndose de un instrumento llamado «versificador».

GEORGE ORWELL

Nacer en un entorno de ensoñaciones colectivas nos orilla finalmente a personificarlas. Éstas vuelven cada vez más sutil el orden de nuestro organismo. En nuestra rutina diaria, poco a poco, se conforma un cuerpo bien organizado. Cada vez con mayor destreza controlamos nuestros esfínteres, el rubor del semblante, la duración de la carcajada e instrumentamos con aplomo el nerviosismo para disimularlo o sacar fortaleza. En este sentido, algunas veces la ficción le hace un favor a «lo vivo» al crear personajes más allá de cualquier tipología que pudiera definir un grupo de sociólogos. Sumergirme en otro mundo posible me ha permitido desencarnar a cierto personaje que comenzaba a sedimentarse en mi cuerpo. No es que los terrenos de la fabulación confesa realicen algo así como un exorcismo, simplemente en algunas ocasiones muestran un cauce donde los estereotipos se transforman. En busca de ese riachuelo decidí escribir sobre Rachel y los de su especie.

En 1984, dos años después de que Blade Runner saliera en cartelera, una estación de radio se publicitaba con un promocional apocalíptico que evocaba el paisaje de la película, pero en un entorno demasiado familiar. «Observamos por el retrovisor a Petróleos Mexicanos en llamas.» Para concluir: «somos la distopía que Orwell imaginó». Distintas características acercan al 1984 que viví con la Oceanía de Orwell, pero subrayaría entre ellas la producción industrial de una cierta cooltura mediática. recuerdo la lentitud con que mi madre —llegada hacía apenas unos años a la ciudad— lograba digerir aquella saturación de imágenes, mensajes publicitarios y telenovelas cargadas de sensiblería, donde la hermana mala disputaba con la hermana buena al mismo hombre —asunto abominable, según ella—. Nuestro entorno mediático era similar al de la novela:

Había toda una cadena de secciones separadas que se ocupaban de la literatura, la música, el teatro y, en general, de todo el entretenimiento para los proletarios. Allí se producían periódicos que no contenían más que informaciones deportivas, sucesos y astrología, noveluchas sensacionalistas, películas que rezumaban sexo y canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente mecánicos en una especie de calidoscopio llamado versificador.

No sé si el promocional en la radio se refería a esta producción industrial, sin embargo, la distopía que me interesa la encarna precisamente el versificador. Dispositivo que reproduce estereotipos con una eficacia precisa para mover los sentimientos de la audiencia. Tal calidoscopio, en la simetría de las imágenes que multiplicaba, fue el portavoz de esas formas de subjetividad ready-made que con ahínco comencé a encarnar. El mundo que he percibido se cristalizó en mi cuerpo siempre mediado por ese versificador. Con él crecí, y como telón de fondo se ha obstinado en interpretar un soundtrack que acompaña mis días a cada momento.

La memoria implantada que modelaba la sensibilidad de las réplicas más sofisticadas en Blade Runner podríamos volverla una analogía para nosotros mismos. la ingesta diaria de series televisivas, cereales para el desayuno, canciones, revistas pornográficas y un largo etcétera, conforman un entramado complejo de valores y discursos que nos habría formado más que los mitos acerca de la nación, el catecismo y las máximas scouts. Esa memoria-prótesis definiría nuestra existencia precisamente como la de una réplica.

Identificar este parentesco con los personajes del filme es la condición de posibilidad para extrañarnos de nuestros hábitos. Ocasión para asimilar nuestras vivencias como una serie de sucesos en los cuales las reacciones posibles de nuestro personaje están predeterminadas por una memoria-implante. Éste es nuestro primer vínculo con los androides de la película: una sensibilidad modelada por una memoria que al haber configurado nuestros hábitos nos ha heredado un enigma: a ghost in the machine. La verdadera anima que impulsa la máquina. El segundo lazo que nos une es su carácter de implante por el cual el pasado que recordamos pierde autenticidad. Podemos vislumbrar entonces un sistema acentrado de autómatas finitos, siempre en la víspera de reinterpretar una historia de nadie (su memoria implantada), a partir de los azares que se encuentran a su paso.

Rachel es la protagonista del primer gesto posreplicante. Éste consiste en desdoblarse para observar sus propios procesos maquínicos y desde ahí encontrar una estrategia personal para volver a experimentar. la frase I can’t rely on my memories es el punto de partida para observar el carácter impersonal de los hábitos que nos constituyen. Nuestros hábitos no le dan «forma» a la materia blanda de nuestro organismo. Más bien nuestro cuerpo se conforma como un organismo en el ejercicio diario de esa memoria en que se alojan nuestros hábitos.

El que suscribe estas líneas investiga, cada que la ocasión se lo permite, cómo sus conductas erótico-sexuales se encuentran modeladas, primero, por un conjunto de ideales románticos, casi todos provenientes de los dramas que se representan en las baladas del hair metal, donde un personaje rebelde vive la pasión y sufre las desventuras de finalmente «abrir su corazón». Posteriormente, cuando la cursilería ha logrado sus efectos, viene el momento de corroborar cómo el comienzo, los puntos de transición y los momentos cumbre de la experiencia sexual se han ido modificando en consonancia con la progresión natural, en cualquier consumidor de pornografía, que va del soft al hardcore. Para dejarlo en claro, le propongo a cualquiera que imagine la materia de sus genitales y el resto de su cuerpo hecha de agua, proteínas, sangre, tejidos, baladas románticas y pornografía barata… And give me something to believe in, yeah!

Si existe algún enigma que desentrañar se encuentra precisamente en aquello que hace tiempo no reclama ninguna pregunta. El aire se respira con tal naturalidad que se vuelve imperceptible. Esto mismo les sucede a los hábitos que nos ha heredado la memoria. Un gesto posreplicante no busca denunciar el carácter falso de esa memoria implantada, ni conseguir un ascenso ontológico (como el que buscaba la revuelta encabezada por Roy), al distinguir arbitrariamente entre recuerdos auténticos y reminiscencias de silicio. Por el contrario, se trata de reutilizar esos implantes y reorganizarlos. La colección de nuestros recuerdos podría ser descrita como el conjunto de piezas que conforman un rompecabezas. La figura que aparece al unir las diferentes partes sería la definición de nuestra identidad. La herencia de esa colección de recuerdos configuraría el saber hacer de nuestros hábitos. Con la frase I can’t rely on my memories, Rachel desdibuja la figura que en su conjunto presentaba el rompecabezas y nos hereda una colección libre de trozos y retazos impersonales que podemos reconfigurar y completar cada vez que el presente reclama una nueva serie de recuerdos para constituir una experiencia.

Tener un cuerpo conformado por una memoria-implante me ha hecho concluir que necesito, al igual que Rachel, una estrategia para volver a experimentar; una estrategia para volver a pensar.

IV

Em mil novecentos e oitenta e sempre, ah, que tempos aqueles.

PAULO LEMINSKY

Transcurre el año 2009. Para alguien nacido hace casi cuatro décadas la fecha tiene una apariencia futurista. Hace algunos días le quité el celofán a un nuevo DVD que me regalaron la Navidad pasada y que promete ser la «edición definitiva» de Blade Runner. Vi de nuevo el filme. Sus diferencias con la «edición del director» de 1996 son pocas. Se reducen a algunas escenas complementarias, una mayor nitidez y un color azul que se difumina en toda la película con las cualidades de la luz neón. Reviví en esas tonalidades mi antiguo amor por Rachel. Aunque sabía que esta vez no había nada que rememorar. Preguntarles a mis recuerdos quién era al día de hoy y cómo me había transformado desde aquel 1982 en que vi la película era un lugar común que contradecía la enseñanza que aquellas imágenes habían trasminado en mi cuerpo. Me dispuse entonces a indagar esta otra cuestión, ¿cómo ser un extranjero de mis propios recuerdos?

Los neurólogos distinguen entre una memoria a largo plazo y una memoria corta. La memoria a largo plazo está siempre relacionada con las preguntas quién soy y cuál es mi conocimiento. Es enciclopédica y nos invita a rememorar una larga historia que comienza en la infancia. La memoria a corto plazo, por el contrario, aunque se funda en la memoria larga, incluye al olvido como parte de su dinámica. Selecciona de entre las ideas preconcebidas y las entrelaza con el mundo de la experiencia en un proceso de captura de códigos. Este mecanismo nos permite actuar de nuevo, o escribir de nuevo, a pesar de nuestro propio subdesarrollo, y está siempre impulsado por el movimiento constante de nuestro deseo. La memoria corta nada tiene que ver con hacer una especie de tabula rasa a cada instante, para abolir las trampas de nuestros recuerdos-prótesis. Esto imposibilitaría la percepción y haría del viaje que supone la escritura, un proceso imposible. Se parte siempre de esa memoria implantada, se entra y se sale de ella, entremezclándola y haciéndola cantar sus infinitas variaciones en sus nuevas bodas con el mundo.

En el intersticio que va de mi memoria corta a mi memoria a largo plazo actúa ese gesto posreplicante que le he visto a Rachel. En ese lapso es posible fundar una práctica posreplicante, con las siguientes máximas:

  1. 1) Evitaré el anquilosamiento de mis vivencias en un conjunto cerrado que pretenda darme certezas acerca de mi identidad.
  2. 2) Asumiré el presente como una constante tirada de dados. Cualquier trozo de información podrá ayudarme a recomponer aquello que considero «conocimiento».
  3. 3) Preferiré una mentira elocuente a un puñado de verdades estériles. Despreciaré aquello que me instruya sin incrementar mi fuerza vital.
  4. 4) Haré de mi memoria un animal mutante, un conjunto abierto, siempre en vísperas de expansión, conquista y captura de códigos.
  5. 5) Poblaré mis recuerdos de fantasmas ajenos. Los convertiré en carne viva al utilizarlos para darles sentido a mis acciones, tal como si alguna vez los hubiera vivido.
  6. 6) Fagocitaré todo tipo de historias y trozos de información basura. Mi hambre será la de una muchachita bulímica que teme la sedimentación de semejante contenido calórico en su cuerpo.
  7. 7) Ejecutaré un procesamiento de datos a nivel de superficie. En los entresijos de mi memoria a corto plazo cualquier trozo de información basura podrá reaparecer y afirmarse como un fragmento de significado que reclama su inserción en el conjunto de mi memoria a largo plazo.
  8. 8) Por tanto, recompondré lo que considero mi «conocimiento» cada que el azar me regale una epifanía mediática, aquellas que hacen aflorar a la superficie de mi memoria algún retazo de basura.

Con trompetas y sin apocalipsis, de estas estrategias espero obtener un universo de montajes, donde todo comience modestamente al presionar play, aunque al parecer ese botón siempre lo presiona alguien más. Excluida la posibilidad de sentir nostalgia, ésas serán las únicas canciones de amor que le podré cantar a mi androide favorito.

Meth Z

La piedra había sido removida.

MARCOS 16:4

Pegaso Zorokin se había enamorado y había decidido dejar las drogas. La idea a decir verdad no lo convencía. Se lo había prometido a su chica. En la escuela todos se drogaban. No tenía por qué estar mal drogarse. Pegaso pensaba en voz alta derribado en el diván. El Meth apenas había dejado cicatrices en su rostro. Pegaso Zorokin no lucía nada mal para tener veintidós años. Antes de salir a ver a María Eugenia se pintó el pelo de azul y se echó a reír. Se miró en su cámara de luz y se afeitó con un cuchillo. Se parecía tanto a ella. A su mujer, a su pájaro azul. Los dos se parecían tanto. María Eugenia tenía un solo inconveniente. A ella no le gustaba que él se drogara. Pegaso miró con desdén su reflejo. Se realizó varios cortes en las muñecas y se hizo una cicatriz vertical en el ojo izquierdo.

María Eugenia no tenía por qué enterarse. El muchacho encendió la piedra en su pipa reloj. Las manecillas giraron furiosas. Sostuvo el humo entre los dientes. Se vio en el espejo hasta que su pecho quedó iluminado. La pipa se quedó suspendida en medio de la alcoba. Pensó en regresar el tiempo. En no encender la pipa. Un pulso volcán se lo impedía. Demasiado tarde, Zorokin, la tierra finalmente se había transformado.

El tiempo retrocedía.

Pegaso se puso sus botas de zinc y encendió su automóvil. El mago se veía guapísimo conduciendo. Pegaso Zorokin había fallado una vez más. No era sencillo dejar la droga. Zorokin llevaba toda su vida encendido. Cuando le enseñaron a conducir venenos Pegaso tenía tan sólo nueve años. Él hacía sus drogas en un matraz. A sus doce años Zorokin había recibido un premio por inventar el Meth Z. Estando bajo el curso de la substancia habían muerto tres compañeras suyas. Era importante dejar las drogas. Era importante dejar de hacer drogas. María Eugenia lo valía. ¿Por qué era tan difícil para Zorokin entenderlo? Ahora la piedra licuaba su mente. El mago se sentía vivo. Zorokin conducía con destreza su Volvo negro. Puso a Can en el estéreo y aceleró. Apenas llegó a casa de María se vio en el espejo del auto. Pegaso estaba nervioso. Tenía los ojos azules y escamas entre los dedos. María Eugenia se daría cuenta. Él había roto su promesa. Antes de llegar al apartamento de María abrió su maletín, buscó unas tijeras y se cortó los párpados. Se puso imanes detrás de los oídos y encendió un cigarrillo. Tendría que mentirle a María. Se vio una vez más al espejo. Qué imbécil. Se había cortado los párpados. Había vuelto a la piedra. Su chica iba a enojarse. Pegaso estaba furioso. No quería que María Eugenia lo viera así. El muchacho volvió a encender el Volvo y lo estrelló contra un puente. Salió del auto en llamas y fue a la ciudad a comprar gafas.

El muchacho atravesó todo Paseo de los Insurgentes y se detuvo en el Parque Hundido. Hacía apenas tres días le había prometido que no se drogaría. La piedra había llegado a él. Cómo explicarlo. El mago, furioso, destrozó una estatua de mármol. Era el general Vicente Guerrero. Cuando el insurgente estalló una espada de cobre cayó al suelo. Zorokin la levantó. Los puños le sangraban. La empuñó y trató de derretirla. Hágase mi voluntad, gritaba Zorokin soñoliento. Y un magma ardiente le escurría entre los dedos. Una patrulla se detuvo frente al parque. Zorokin pegó un salto desde los escalones. Sus puños brillaban plateados. La espada se había derretido. Tomó al oficial del pecho y lo hizo arder al rojo vivo. Las balas de la cartuchera estallaron. Zorokin se echó a llorar. Lo había hecho otra vez. Al menos no había sido tan grave. La última vez había destruido un helicóptero del estado. Los jóvenes mataban en su país. Los jóvenes se drogaban en su país. Pobre Zorokin mago salvaje adicto a la piedra. Pegaso Zorokin se sentó en los escalones y retrocedió los tiempos. Esta vez lo logró. Logró retroceder el tiempo. El oficial está vivo. La estatua del general Guerrero se reconstruye, la espada regresa a su lugar. Zorokin llega a la plaza. El oficial vuelve a acercarse.

—Joven, necesito revisar su bolso —le dijo desafiante.

Pegaso Zorokin abrió el bolso. Dentro sólo había cosméticos y un libro de Boris Vian.

—Son mis libros de la universidad —le dijo Zorokin y se echó a llorar.

—Tenga cuidado —le dijo el oficial.

Pegaso asintió. Qué estupidez haber regresado el tiempo. Debió haberlo dejado muerto. Absorberle el tálamo y ya delirante desaparecer su cadáver. Zorokin entró a un Sanborns, se tomó un americano y compró unas gafas de Armani. Recorrió caminando la ciudad. María Eugenia se daría cuenta. María Eugenia lo sabía todo. El pensamiento enloquecía a Zorokin. La Ciudad de México lo hechizaba. El transcurrir del tiempo y las cosas lo seducía. María Eugenia lo sabría. Ella también había sido drogadicta. El mismo Pegaso le hacía drogas cuando eran niños. María Eugenia se había limpiado. Hacía años que María Eugenia no conducía una sola substancia por su organismo. Ahora María sólo comía peras y almendras. Él le juró que no volvería a encenderse. A los tres días rompió su promesa.