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HANS MAGNUS ENZENSBERGER

EL PANÓPTICO
DE ENZENSBERGER

VEINTE ENSAYOS FULMINANTES

TRADUCCIÓN DE RICHARD GROSS

BARCELONA    MÉXICO    BUENOS AIRES    NUEVA YORK

ÍNDICE

 

 

 

CUBIERTA

PORTADA

EN LUGAR DE UNA FICHA PROMOCIONAL

MICROECONOMÍA

SOBRE PROBLEMAS INSOLUBLES

CÓMO INVENTAR NACIONES DESDE EL TINTERO

JUBILARSE: GANAS, MIEDO, OBLIGACIÓN

SEIS MIL MILLONES DE EXPERTOS

SOBRE LAS TRAMPAS DE LA TRANSPARENCIA

¡POBRE ORWELL!

EL DELICIOSO MALESTAR DE LA CULTURA

COMO SI

¿QUÉ HACER CON LA FOTOGRAFÍA?

MILAGROS NORMALES

PROFESIONES HONESTAS Y MENOS HONESTAS

MALDITAS MANCHAS

¡REGALADO!

SOBRE LA PREGUNTA DE SI LA CIENCIA ES UNA RELIGIÓN SECULARIZADA

¿QUIÉN A QUIÉN? ALEXANDER VON HUMBOLDT EN LA GUERRA TRIBAL ENTRE INTELIGENCIA Y PODER

MUESTRA SIN VALOR

¿ES NECESARIO EL SEXO Y, EN CASO AFIRMATIVO, CÓMO PRACTICARLO?

DEL «COMMON SENSE» Y SUS DETRACTORES

«COSMIC SECRET»

BIBLIOGRAFÍA

NOTA

NOTAS

CRÉDITOS

COLOFÓN

EN LUGAR DE UNA FICHA PROMOCIONAL

 

 

¿Acaso esto es serio? ¿Puede uno, sin ser filósofo, distinguir entre problemas solubles e insolubles o explicar, sin parir una obra de referencia, cómo se inventan naciones desde el tintero? Sí, es posible. Textos pequeños sobre temas gigantes: tampoco supone ninguna novedad, pues se encuentran ejemplos desde hace quinientos años. Fue el gran patriarca del ensayo, Michel de Montaigne, quien dio la pauta escribiendo «De la tristeza», «De la incomodidad de la grandeza» o «De los caníbales», siempre a impulsos de su estado de ánimo, a golpe de ocurrencias y sin agotarse a sí mismo ni al lector ni la materia.

Aunque, bien mirado, ¿qué quiere decir lo de «temas gigantes»? A él nada le pareció demasiado nimio. Supo iluminar al lector hasta sobre el dormir y los pulgares e incluso acerca de la diversión. Y, por lo general, sólo necesitaba un centenar o poco más de líneas. «Ni pensar en escribir un libro si alcanza con una página, ni un capítulo si una palabra rinde el mismo servicio», un principio que también abrazó Lichtenberg.

Confieso que la meticulosidad no es mi fuerte... ¿Y de dónde saldrá de súbito esa primera persona, del todo inusual en las fichas promocionales y los textos de solapa? Se debe al lugar imaginario que ocupa un observador que a su vez parte de aquello que le llama tanto la atención y le causa tanta extrañeza que convierte en su objeto de descripción. Por tanto, en este caso, quien ha de dar la cara soy «yo». Y habiendo siempre alguien que lo sabe mejor que yo, cito de buen grado, a la manera del inalcanzable patriarca, a mis informantes y auxiliadores. El antiguo maestro podía ahorrarse comentarios y notas a pie, porque sus lectores conocían a sus clásicos tan bien como él. No dependían, como nosotros, de internet.

¿Cuántos sabrán lo que es un panóptico? Al teclear la palabra en la casilla de búsqueda, ya lo inducen a uno a error remitiéndolo a un inglés llamado Jeremy Bentham, un jurista terrible que, en sus ratos de ocio, ingenió una prisión ideal para que un único centinela, sentado a oscuras, pudiera vigilar a un máximo número de reclusos. Y, de hecho, esos centros llegaron a construirse. Y pronto unos empresarios muy calculadores descubrieron que esa invención de mal agüero podía servir también para organizar las fábricas de forma económica y eficiente.

A pesar de querer tener el control de la situación —eso sí, en un sentido distinto y sólo en la medida de lo posible—, no es ése mi propósito. Antes bien prefiero recordar al público otra acepción del término. Karl Valentin le puso al gabinete de curiosidades y horrores que inauguró en 1935 el nombre de Panoptikum. Allí podían admirarse, junto a peculiares herramientas de tortura, una gran variedad de inventos, anomalías y artefactos sensacionales.

Pasen, pues, damas y caballeros. No se arrepentirán.

MICROECONOMÍA

 

 

Lo que los científicos de la economía entienden por economía lo comprenden, en el mejor de los casos, sólo ellos mismos. El resto del universo abriga ciertas dudas acerca de sus ideas y se pregunta si su dedicación constituye siquiera una ciencia. Bien es verdad que disponen de institutos, cátedras y un salario asegurado, pero su actividad tiene poco que ver con la manera de gestionar su economía particular la mayoría de las personas (amas de casa, jubilados o niños, por ejemplo). Los economistas sienten predilección por los grandes conjuntos y trabajan con ingentes cantidades de datos estadísticos. La mayoría tiene apego a una extraña y rancia ristra de teorías que, por la razón que sea, son consideradas neoclásicas. Quien los escucha se ve transportado a un mundo idílico con rasgos de cuento de hadas. Aprende con admiración que el mercado busca siempre, de forma inevitable y pese a algunas oscilaciones, un equilibrio, así como que dicho mercado es eficiente, se corrige y se optimiza él mismo y que todos los que participan en él se comportan de modo absolutamente racional. A pesar de tratarse de meras hipótesis sin demostrar o incluso indemostrables, estas suposiciones se dan por sentadas.

Después del provisional deceso del comunismo, la teoría neoclásica se ofreció como sustituta de la utopía perdida. Aunque venía bastante pobre de bagaje, no escatimaba promesas ni le faltaban partidarios. Hacia finales del siglo XX se nutrió de elaboradísimos modelos matemáticos de gestión de riesgo. Los economistas tampoco se arredraron a la hora de formular aserciones sobre el futuro y el hecho de que por lo general sus pronósticos los pusieran en ridículo nunca los hizo dudar de su omnímoda competencia.

Ello no significa que el gremio esté libre de enconadas luchas internas e intestinas, tan habituales también en otras ramas del saber. Keynesianos y monetaristas pelean desde hace décadas por la soberanía interpretativa. Un analista técnico no quiere ser confundido a ningún precio con un analista fundamental o un experto en ciclos. Últimamente incluso hay economistas que se han percatado de que en la teoría clásica la mayoría de los individuos sólo aparecen como magnitudes abstractas. Se reducen, según esa lógica, a su respectivo papel, siendo asalariados o consumidores o asegurados o inversores o accionistas o empresarios o ahorradores y, en cada uno de estos roles, conocen un solo objetivo: maximizar su ventaja económica y nada más.

En esto algunos clásicos del pasado habían llegado ya mucho más lejos. Eran completamente reacios a la idea de que las decisiones económicas se basaran en el rational choice, la elección racional. En su Fábula de las abejas del año 1714, Mandeville sostiene que son precisamente los vicios particulares (el engaño, la ostentación y la soberbia, por ejemplo) los que permiten la riqueza pública. Y Adam Smith, menos polémico, lo siguió con su famosa imagen de la «mano invisible», que se suponía que equilibraba la actuación irrazonable del individuo y la tornaba en el mayor beneficio general.

Nada quiso saber de ello la imperante doctrina neoclásica. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, dicha doctrina viene sufriendo la presión de una nueva tendencia: la economía conductual. La economía conductual ha detectado una laguna abismal en este campo y se propone explorar por qué la gente no se conduce como la mayoría de los economistas presume. Se ha despedido del dogma del Homo oeconomicus razonable, pero no de la ambición de crear modelos lo más sólidos posibles. Para ello se sirve, por un lado, de ensayos empíricos y encuestas y, por otro, de métodos matemáticos como la teoría del juego o de teoremas de biología evolutiva o psicología social.

Cabe dudar de que de esa forma descubran las triquiñuelas de la enigmática conducta de los imaginarios «sujetos económicos». La ambición de emular las ciencias exactas hace que las personas figuren en sus cálculos como meros fantasmas estadísticos. A los investigadores, dignos de lástima, siempre se les atraviesa su amor por la abstracción. No son capaces de salir de su propio pellejo, tampoco los individuos a los que analizan.

Y éstos, sabido es, son propensos a toda suerte de caprichos, manías, costumbres y espejismos. Tienden al pánico y a la pereza, al egoísmo y a lo gregario. Con tal de salvar la cara, rescatar sus preferencias eróticas o la bella figura, muchos están dispuestos a hacer cualquier sacrificio. Al economista le tiene que parecer esto lamentable, insensato e ignaro. Por otra parte, cuantificar adicciones y angustias, confianza y frivolidad, rabia y obstinación supone una tarea de Sísifo. Los individuos burlan las entrevistas y los sondeos mintiendo descaradamente no sólo al interrogador sino también a sí mismos. Además, suelen vulnerar las más elementales reglas económicas.

La mayoría de sus transacciones diarias tienen lugar fuera de los circuitos crematísticos y crediticios. Crían niños sin exigir a cambio una remuneración adecuada; traban relaciones laborales sin asegurarse contra posibles impagos o sin hacer siquiera un cálculo razonable de pérdidas y ganancias; a veces trabajan gratis, desaprovechan oportunidades excelentes por pura cabezonería, tiran el dinero por la ventana, malgastan un tiempo valioso, se fían de su horóscopo o de la fetua de un teólogo, regalan lo que sea sin recibir contrapartida, y, así, sucesivamente, para desesperación de los teóricos.

Se abre, pues, en lo que a las prácticas económicas reales de la especie se refiere, una enorme zona oscura. Los conceptos al uso de trabajo negro, mercado negro y dinero negro no cuadran y no hacen justicia a la economía informal. Para arrojar un poco de luz sobre el asunto, necesariamente habría que entrar en detalles, lo que quiere decir renunciar a tesis generalizables y dejar la ciencia a los científicos, si bien al experto eso no le está permitido. Tal microeconomía podría funcionar sin mucha parafernalia y comenzar con investigaciones en el círculo familiar y de amigos. Por lo pronto bastaría con media docena de cobayas para convencerse de que en este terreno reina una fabulosa diversidad.

Tendríamos, por ejemplo, a la mujer polaca que cada quince días hace un viaje en autobús de doce horas a casa para ocuparse de su madre medio paralítica y que después vuelve, en el mismo autobús, para trabajar en la limpieza en Alemania. Nunca ha rellenado un impreso oficial, no tiene cuenta bancaria, no paga impuestos y sólo acepta dinero en efectivo, pero es de una honradez férrea porque sabe que Jesús desaprobaría todo lo que no lo fuera.

Existe también el empresario derrochador de ideas que no para de crear empresas y da al traste con todo intento que pretenda encasillarlo, pues, en cuanto afloran beneficios, abandona la boyante empresa porque las rutinas del éxito lo aburren a muerte y porque, según afirma, «no necesita dinero».

Sin olvidar al bibliófilo y amante de la belleza que gusta de invitar a sus amigos a buenísimos restaurantes y que confiesa con rostro compungido que ha olvidado la billetera en cuanto el camarero trae la cuenta.

Está también el médico de cabecera que se entrega muchísimo a un coro pero una vez al año se pierde unos cuantos ensayos porque anda por Burundi o el Congo, donde no sólo presta primeros auxilios para Médicos sin Fronteras, sino que también se enfrenta a niños soldados y señores de la guerra. Y, al parecer, paga los billetes de avión de su propio bolsillo.

Nadie comprende por qué el jardinero que viene a casa tres veces al año no manda factura, pese a nuestras reiteradas reclamaciones, y eso que el banco le ha cerrado el crédito. Sólo dice, a modo de justificación, que tiene preocupaciones más acuciantes. ¿Y cómo es que el renombrado novelista no encuentra editor para su nuevo libro? ¿Y cómo se explica que alguien no tenga dinero pero sí cocinera y secretaria a las que paga puntualmente y ya no le fían en la tienda de la esquina y, para cenar, se conforma con un huevo frito y un cacho de pan?

Y la cosa no se detiene ahí: como todo lector de periódicos sabe, la total irracionalidad que con tanta persistencia asombra y aturde a los economistas no se detiene ante los de su estamento, sino que va más allá. Alcanza su máxima expresión en los agentes de los mercados financieros y sus asesores. El economista distinguido con el Premio Nobel se luce con una quiebra que hace sacudir Wall Street. El banquero inversionista cuyo juego de pirámide le ha costado tres años de dulce chirona parte sin demora hacia Singapur o Dubái para crear el siguiente fondo buitre, y el solitario operador de día neoyorquino no puede conciliar el sueño porque la bolsa de Tokio abre a las tres de la madrugada, razón por la cual necesita tener a mano una bolsa de cocaína día y noche a fin de permanecer despierto.

Fenómenos de esta índole a lo sumo salen en las secciones económicas de la prensa si se trata de agentes que mueven grandes cantidades. De los otros apenas si se habla en la esfera pública. Es probable que transiten lejos de toda lógica de manual doctrinal, por zonas sobre las que ninguna Facultad de Economía es capaz de brindar información. Sólo de vez en cuando alguna cadena privada ofrece un fugaz vistazo a las tinieblas, a través de series como Saliendo de las deudas. No hay motivo para temer o esperar que tales conclusiones sean susceptibles de una generalización coherente. Por tanto, quien desee saber cómo se conduce la gente y qué es lo que la induce, debería tal vez comenzar por sí mismo. Detectaría bien pronto que su racionalidad económica no es muy superior a la de los locos que una y otra vez le causan tanta extrañeza.

SOBRE PROBLEMAS INSOLUBLES

 

 

Como no ando sobrado de conocimientos de griego, he tenido que consultar el diccionario. Al parecer, en sus orígenes, la voz «problema» no se refería a algo que se escoge o incluso desea, sino a una tarea que en cierto modo le tiran a uno a los pies. Porque la palabra deriva del verbo ballein, que significa «lanzar».

Pero he aquí una verdad a medias, pues, por cada individuo que, en la medida de lo posible, da largas a los problemas, los manda al rincón del olvido o deja de menearlos, existe cuando menos una docena de congéneres que los ansían y con tanta mayor vehemencia cuanto más intricados son. Cuanto más se enredan en el intento, tanto más se empeñan en encontrar su solución. A menudo se subestima el peligro adictivo que ello conlleva, no importa que se trate de un juego de ordenador o una cuestión secular.

La droga cotidiana de muchos es el crucigrama de puntual aparición. Quien aspira a cotas más elevadas puede, por ejemplo, cavilar sobre el teorema de Fermat. Así le sucedió al matemático británico Andrew Wiles. A los diez años topó con aquella vieja y nunca demostrada afirmación. Treinta y dos años después pudo, tras duros reveses, presentar la prueba definitiva que le dio fama mundial. Otros, numerosísimos, que en el decurso de los siglos buscaron la cuadratura del círculo fueron menos afortunados. Porque la solución de ese problema consistía en que no tenía solución. Se la debemos al señor Von Lindemann, de Friburgo, que en 1882 aportó la correspondiente prueba. Eso también supuso un triunfo. Ahorró a aficionados posteriores embestir hasta el agotamiento, cual avispa que se ha extraviado por la sala de estar, un obstáculo insalvable.

Por tanto, se hace bien en distinguir los problemas solubles de los insolubles. Lamentablemente, es más fácil decirlo que hacerlo. A los propios matemáticos les resulta difícil separar con nitidez ambas categorías, si bien autores como Gödel o Turing hicieron esfuerzos heroicos para proporcionar, al menos a este respecto, claridad a sus contemporáneos y a la posteridad.

En efecto, hay problemas de sencillez aparente que, en principio, son solubles, pero el insumo de tiempo y cálculo necesario para lograrlo es tan astronómicamente elevado que más vale desistir del intento. Un problema de ese género es el del viajante que tiene que ver a determinado número de clientes. Marca en un mapa sus paraderos. Luego medita sobre el camino más corto que puede elegir para visitar a cada uno. Se llevará las manos a la cabeza cuando descubra que el número de rutas posibles aumenta desorbitadamente a medida que se multiplican sus destinos. Con veinte clientes, tendría que decidir entre varios miles de billones de opciones. Si quisiera probar todas, debería no sólo dejar su profesión, sino vivir más que el planeta. No existe una solución practicable para el problema del viajante. En un caso así, hay que conformarse con soluciones aproximativas. Para ello, los matemáticos han ideado una serie de trucos que con el tiempo se han vuelto cada vez más sofisticados. De esa forma se van acercando cada vez más a su meta, pero nunca pueden alcanzarla completamente.

También los físicos pugnan con tales dificultades, empezando por las turbulencias de la bañera de casa. Ningún sistema de ecuaciones es capaz de describirlas de manera exacta. Unas cuantas gotas de lluvia caídas sobre un lago liso como un espejo originan un enredo de ondas cuya dinámica no podemos calcular. (Ya de por sí la inteligencia humana media no tiene nada que hacer en el mundo cuántico subatómico.)

Aún menos halagüeño se presenta el panorama de las aserciones relativas al futuro. Hoy por hoy, nadie tiene la capacidad de predecir el próximo terremoto o la siguiente erupción de un volcán. Y, como sabe cualquiera que planea un viaje de vacaciones, incluso el mejor pronóstico para la semana venidera tambalea rápidamente. Los científicos de la naturaleza son conscientes de ello porque conocen los caprichos de los sistemas complejos. Un solo grano de arena puede hacer que el flanco de una alta duna se deslice. Muchas veces, la pregunta de si se ha alcanzado un estado crítico y cuándo sólo puede resolverse cuando ya es tarde. Además, detrás de la mayoría de los problemas que la ciencia ha solucionado, acecha un montón de preguntas nuevas para las que no se tienen a mano respuestas. Por tanto, el número de tareas que se plantean nunca puede disminuir, sino sólo aumentar. Los investigadores no han de temer que les vaya a faltar trabajo. Reinando como reina esa precariedad en las ciencias exactas, ¿cuánto más turbias serán nuestras facultades mentales en el mundo real? Bien es cierto que por donde miremos hay avances. Los procesos productivos de la industria pueden optimizarse hasta cierto punto; los técnicos de logística se encargan de rotaciones libres de fricción; los exámenes de seguridad tratan de minimizar los riesgos; las normas, si tenemos suerte, hacen que los aparatos sean compatibles; etcétera.

Pero tan pronto nos las vemos no con máquinas sino con seres humanos, la racionalización llega a sus límites y el caos vence. Y eso no lo cambian los programas de ordenador más rápidos ni los métodos estadísticos más sofisticados ni los modelos de cálculo de probabilidades más bonitos.

Justo allí donde más dinero y esfuerzo se despliega es donde más prolifera el ridículo. Particularmente vulnerables son los mercados financieros. En una misma edición de periódico económico se leen consejos, recomendaciones y advertencias diametralmente opuestas. La mayoría de los gestores de fondos no hacen mejor papel que cualquier índice bursátil. Se dice que hay tertulias de café integradas por ancianas damas que baten a cualquier asesor de inversión. La tasa media de aciertos de un experto se aproxima a la de un generador de números aleatorios, lo cual no puede ser casualidad: eso mismo forma parte de la naturaleza de las cosas. Sistemas como la economía globalizada, que rebasan cierto grado de complejidad, son, simplemente, imprevisibles. Lo que en todo caso puede causar admiración es el aplomo de los llamados analistas, quienes proclaman a diario su siguiente equivocación sin dudar jamás de su infalibilidad.

Los políticos, por lo general mucho peor pagados, no salen mejor parados que los augures del capital. Sin embargo, son infinitamente más dignos de lástima. También ellos están obligados a tomar decisiones de consecuencias impredecibles: por una parte, las variables independientes con las que operan son demasiado numerosas y, por otra, los efectos secundarios y las retroalimentaciones de sus intervenciones, demasiado poco transparentes, pero, a diferencia de los mercaderes, se los considera responsables políticos de los embrollos que provocan.

Ni en sueños sus votantes piensan en distinguir entre problemas solubles e insolubles. Un político siempre debe dar la apariencia de tener todo bajo control. «No tengo ni idea», «A ver qué sale» y «Suerte y al toro», por ejemplo, son declaraciones que no se puede permitir por certeras que sean. Por este motivo, los responsables recurren cada vez más a la fórmula de «no hay alternativa», que pretende descartar cualquier duda, aunque en muchos casos se encuentran ante una aporía cuya resolución no está a su alcance, pero confesarlo debilitaría aún más su posición en el tablero.

Por eso, un gobierno no puede permitirse diferenciar entre problemas solubles e insolubles. Lamentablemente, se observa que la segunda de estas categorías crece a medida que afinamos la vista. Ejemplos no faltan. Cualquier ministro de Sanidad sabe de lo que hablo. No sólo debe atender las infinitas quejas de la gente en vez de ocuparse de su bienestar —por lo que no hace justicia al nombre de su cargo—; al contrario, el sistema que ha de defender desborda sin remedio a la nada envidiable persona que lo representa. Todos los intentos de reformarlo se han estrellado en una alambrada de enmarañados conflictos de finalidades: médicos, hospitales, servicios asistenciales, Seguridad Social y grupos farmacéuticos persiguen intereses opuestos. Al mismo tiempo, el lastimoso ministro tiene que tener en cuenta a millones de pacientes, que suponen una nutrida cohorte de electores. El gasto, que aumenta a ritmo vertiginoso, revienta todo presupuesto imaginable y cabe vislumbrar que a la corta o a la larga los hechos demográficos acabarán desarbolando el sistema entero. Al ministro sólo le queda la vía de la improvisación, el intento de ganar tiempo, la fórmula media, que refuerza el sistema antes que resolver sus contradicciones.

Así pues, el ministro de Sanidad está en buena compañía: un ministro de Educación que procurara conceder las mismas oportunidades a todos los alumnos y poner fin al desorden que impera en su campo, un ministro de Hacienda que se propusiera despejar la absurda jungla del sistema fiscal y un canciller que tratara de apretar las riendas a los mercados financieros... todos ellos acabarían enfrentándose a adversarios a los que jamás podrían imponerse.

Los matemáticos lo tienen bien. Pueden aducir razones lógicas por las cuales ciertos problemas no admiten solución. A las sociedades humanas esta racionalidad les es ajena. El procedimiento de aprobación más perfecto, más escrupuloso y dotado del visto bueno de todas las instancias tambalea si una masa crítica de votantes pone en entredicho la obra pública en cuestión. De repente se hunde la confianza y los clientes asaltan el banco. Llega la noticia de una catástrofe y ya escasean las pastillas de yodo. Una entrevista necia hace volcar la intención de voto y la elección está perdida. En definitiva, es siempre la gente la que perturba el engranaje. Su renuencia da al traste con todo cálculo.

Esto no admite más que una conclusión: la política es el arte de lo imposible. Por consiguiente, quien busque soluciones obvias, limpias e unívocas, debería optar por otra profesión. Si tiene la suficiente exigencia consigo mismo, la teoría de números sería un campo de trabajo atractivo para él; quien se conforme con menos, podrá matar el tiempo haciendo un solitario con la esperanza de que le salga y le depare una bonita aunque fugaz experiencia de éxito.