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Primera edición: enero 2017


© Intensa levedad

© Pury Estalayo


ISBN ebook: 978-84-16882-27-4


Editado por Falsaria (España)

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Imagen de Cubierta: © Linda Wolf

Diseño de cubierta: Editorial Falsaria


Fotografías: © Linda Wolf


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DE MADRE A HIJA

Casa ausente de la primera infancia, hueco de una sombra de viejas piedras con múltiples rostros y racimo de olores, a musgo, a lluvia, a niebla.

Festejo de magdalenas recién hechas, calientes, quietas ellas en papeles blancos, traviesos los ojos de la niña tras las manos largas de su madre.

La hija apoya la frente en los vidrios y la nieve que cubre la ventana se transforma en noche. Entonces, la madre acompaña a la niña a la habitación amarillenta en la que espera la muñeca de cartón que mira con ojos muy abiertos. También la hija abre mucho los ojos para escudriñar en el rostro de su madre mientras le extiende la crema para que desaparezcan las pecas. La madre besa la frente de su hija y después sus labios se mueven con las letras de un cuento arrugado de cartón brillante. La niña mira el dibujo del conejo del cuento y se le inunda el alma de un arrullo de sonidos suaves: más mamá, más mamá, más mamá.

La hija mira a hurtadillas el espejo, también con pecas, y ve su cuerpo de cuarenta años solo, abrazado al cuento antiguo y a la muñeca.

EL ESCULTOR NIÑO

Cuando el anciano escultor observó su obra, el toro de cera, ensangrentado, se había erguido un poco y sus ojos, recién abiertos, imploraban. El representante del museo de tauromaquia que había encargado la obra miró incrédulo la pieza para fijar después sus ojos en los de aquel prestigioso escultor de noventa años. “Lo siento. No me lo puedo llevar. Le habíamos encargado un toro muerto”. El creador no dijo nada, solo se encogió de hombros y, al quedarse solo, acompañó con la Novena Sinfonía de Beethoven su nueva convivencia con aquel toro, ahora totalmente suyo. Invadido por el carácter de la música, cerró los ojos hasta la parte del coro que siempre le emocionaba. Fue entonces cuando volvió a mirar su obra: el toro de cera, totalmente en pie, lo desafiaba con la humanidad de su mirada. El escultor se acercó y enfrentó sus ojos de niño de noventa años a los de aquel animal de cera. Las manos arrugadas quitaron, una a una, las banderillas que ornamentaban hasta ese momento aquella figura. Cuando el escultor terminó de limpiar de la cera la última gota roja de sangre, estalló, con toda potencia, la coda grandiosa de la Novena.

EL GUANTE

Tiró el guante por la ventana como si se tratara de una dama antigua y permaneció algunos segundos mirando hacia la calle con un leve brinco en el corazón, registro orgánico de algún momento de felicidad pasada. Pero ningún caballero bajó de su caballo para recoger aquella pequeña pieza de cabritilla perfumada. Solo una chica haciendo footing y un par de coches a velocidad reducida por atravesar zonas ajardinadas. Se dio la vuelta para encontrarse de nuevo con los espejos de todos los días: los colores rosas y blancos de las maderas; los bordados en el edredón del mismo color y esas malditas cerámicas chinas que su madre se empeñaba en traer de todos los viajes exóticos que hacía. El trabajo de esta en una tienda de artes decorativas siempre le había puesto de los nervios, pero desde el día del terrible accidente, no había vuelto a protestar. Movió la silla de ruedas hacia la cómoda y del primer cajón extrajo el revólver que le había pedido a Roberto, su mejor amigo. Cerró los ojos y no pudo ver al guante de cabritilla entrar de nuevo en la habitación, arrojado sin duda por algún caballero desde la calle.

EL TIOVIVO

La feria anual siempre llevaba al barrio olor a patatas fritas y pepinillos en vinagre, ruido de tómbolas, tiros de escopeta para conseguir regalos y un tiovivo blanco y brillante que parecía ser el mismo cada año. Subí sonriendo a él, con los ojos plenos de luz, mientras mi madre me observaba desde abajo. Ella también había subido, en otro tiempo, al carrusel de la feria. Los caballitos ascendían y bajaban con sus crines y colas doradas reflejándose en los espejos del soporte del tiovivo. En uno de ellos, yo trotando con mi vestido nuevo verde y de muchos lazos. En cada vuelta, probaba a soltar la mano de mi caballo para saludar a mi madre y ella devolvía el saludo sin fallarme ni una sola vez. Pero en una de las vueltas, ya no estaba.

Miré con susto hacia dentro. Los espejos reflejaron, en ese giro, una imagen desconocida y arrugada, sin vestido verde ni lazos.

Cuando el carrusel paró, un chico alto y fuerte me ayudó a bajar. No entendí lo que me dijo: Vamos abuela, te llevo a casa. Nos tenías preocupados.

ROJO Y BLANCO

Brindamos en aquel restaurante al que me invitabas solo en días especiales. Tus labios enrojecidos por el vino se movían hilando palabras sobre lo que más te apasionaba. “Según el mito de las islas Trobuiand, el hombre es el que dota al hijo de la sangre, pero es una sangre blanca…”

La mía sin embargo era de un rojo nocturno, centrípeto, de un rojo fuego. Sentía el rojo en el alma, en el corazón y en la libido. “En las islas Fidji, hay un ritual análogo…” seguías lanzando conceptos mientras yo me encontraba en el mar Rojo.

¿Te aburre lo que te estoy contando? —preguntaste. Yo me levanté para darte un beso rojo. Miraste en todas direcciones con ofensa en los ojos.

No me gusta que hagas estas cosas —dijiste.

He admirado tanto, durante años, tus camisas blancas y tus palabras sagradas… pero no quiero vivir más en una isla donde deba cumplir ritos purificadores. Necesito lo profano. No puedo seguir contigo —contesté asertiva.

Desde la cama del hospital recuerdo tu paso sorprendente de lo sagrado a lo siniestro con aquel cuchillo en la mano cuando llegamos a casa. Si lo rojo se derrama, se transforma en muerte. Por suerte, estoy viva.

¡PAPÁ NOEL HA MUERTO!

¡Papá Noel ha muerto!”

Escuché los gritos desde mi habitación y me asomé a la ventana. Muchos vecinos se arremolinaban en la puerta del gran almacén que podía verse desde nuestra casa, donde Papá Noel, hasta ese día, había estado saludando a los niños y tocando su campanilla. Si hubiera creído en él todavía, me habría extrañado que, en vez de sacar regalos para dárselos a los niños, extendiera su mano para recibir monedas y guardarlas en su pequeño saco. Pero ese año papá, no el Noel, sino el mío, me había dicho la verdad. Rompí la carta que había escrito y me tragué unas lágrimas impropias de un niño tan mayor.

¡Papá Noel ha muerto! —seguía gritando la gente, más fuerte que las sirenas gemelas del coche de policía y de la ambulancia.

¡Tú padre ha muerto! —gritó mi madre abriendo la puerta de la calle. Salí corriendo de mi habitación y la encontré llorando agarrada a un gorro rojo y a una barba blanca. ¡Y se han llevado el saco! —seguía aullando mi madre mientras me bajaba por la escalera.

¡Papá Noel ha muerto! —grité tan fuerte que el remolino de gente me abrió el paso.