© Un diván en la playa

© Ramón Olaso Peiró


ISBN ebook: 978-84-16882-28-1


Editado por Falsaria (España)

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1ª edición: 2016



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Santiago Carbó. Un amic de la infància

que perdura al pas del temps.

Les arrels d’aquest opuscle es van estendre

amb el silenci de la seua casa.



María Ángeles. La que escolta.

Condemnada a absorbir paràgrafs incomplets i sense sentit.



Alfons Pérez. Tercer lector.

Si no existís, caldria crear-lo.



Iolanda Ibarra. Segona lectora.

Llum en la foscor.



Sara Grau. Primera lectora.

La professora màgica.




Deng Xiaoping, líder de la República Popular China desde 1978 hasta su muerte el 19 de febrero de 1997. «Hacerse rico es glorioso». «Qué más da que el gato sea blanco o sea negro, lo importante es que cace ratones». Política comunista, alma capitalista.



En el mundo en general nada es lo que parece. El daltonismo abunda en las pupilas de un sistema hipócrita que cambia el color de las cosas dependiendo de los intereses personales de los que mandan. La justicia ya no es blanca, ni la injusticia negra. Las izquierdas dejan de ser rojas. Los ladrones no llevan antifaz oscuro. Ahora visten traje chaqueta y van a cara descubierta. El verde de la naturaleza se confunde con el gris de la mediocridad de un planeta en el que todo es mentira.



«El bosque es la frontera entre este mundo y el más allá». Takeshi Shikama, fotógrafo de árboles y bosques.

Él es la otra cara de la moneda, la que ve otro espacio distinto, la que intenta escapar de la debacle humana con hechos tan sencillos como una simple imagen.

Se necesitan escuchantes

Las palabras se las lleva el viento. Viajan de un lado a otro y se instalan en el cielo. Allí arriba se acumulan, tropiezan unas con otras, forman frases, y ellas, a su vez, se convierten en conversaciones. El ruido es tan ensordecedor que los pájaros se asustan y agitan sus alas en busca de una salida. Es como estar sentado en una silla en medio de una habitación rodeado de gente que no deja de hablar. Hablan sin parar. Todos con todos. Elevan el volumen de sus voces porque a nadie le interesa lo que está diciendo el otro. En un monólogo continuo siguen y siguen contando su historia sin sentido alguno. Unidireccional, nunca bidireccional. La saliva se les acumula en las comisuras de los labios, pero no importa; lo importante es hablar y hablar en un discurso sin fin. El ambiente se carga y se hace irrespirable. Y tú, allí, sentado, aguantando su discurso vacío. Ellos cada vez se acercan más a ti. Se arrodillan, se pegan a tu cuerpo, a tu cara y empiezan a salpicarte con los esputos de una saliva que se ha convertido en espuma, y forma hilillos entre los dientes. Hilillos que al abrir la boca forman una red entre los dientes superiores y los inferiores. Blancos, babosos, pastosos, y tú recibiéndolos sin poder evitarlos. Tu rostro empieza a estar empapado. Por tus mejillas corren ríos de baba que empiezan a caer y a colgar de tu barbilla. No puedes soportarlo, te has convertido en una escupidera, y no puedes evitarlo. Estás rodeado por voces que quieren contarte su triste vida, su pobre existencia, y a ti no te interesa, pero estás envuelto en sus palabras, que te atan a un lugar del que quieres escapar. Pones las manos en tus oídos, pero sus discursos se cuelan por entre tus dedos apretados, y penetran por tus conductos auditivos sin que puedas frenarlos. La sangre brota por tus orejas, que ya han acumulado demasiadas historias de personas anónimas que necesitan ser escuchadas al precio que sea. Pero tú no tienes la culpa.

Este texto estaba escrito en un papel que le habían dado al entrar al metro. Iba acompañado de un anuncio con una oferta de trabajo destacada en negrita.

Se necesitan escuchantes. Trabajo sencillo. Se requiere ser persona silenciosa que esté dispuesta a escuchar, sin interrupciones, lo que otra gente le cuente. Sueldo a convenir. Interesados llamad al 4522634 y preguntad por Pilar.

A su lado sobresalía un logo: una oreja formada por letras de colores.

El contenido continuaba, ya en letra normal, con una reflexión muy explícita.

El problema hoy en día es que nadie escucha. Todos llevan su propio parlamento en su cerebro, que les da vueltas y más vueltas hasta que encuentran a alguien, conocido o no conocido, que como se despiste pasará a convertirse en la presa ideal que soporte sus traumas. Y el conocido o desconocido, si es desconocido peor, porque igual habías coincidido alguna vez con él en el metro, en el autobús, o en el supermercado, y en qué mala hora lo has visto y se te ha ocurrido corresponderle en su intento de darte conversación, y te está contando, sin ningún pudor, hasta cuántas veces hace de vientre, y si las heces son duras o blandas. ¡Y a mí qué me importa! ¿Por qué me tengo que tragar esa información escatológica? Y encima no sabes ni quién es, y eso te ha hecho bajar la guardia, porque si lo conoces ya lo ves venir y eres capaz de dejar escapar un metro, en el que te va la vida, por no escucharlo. Bueno, no es tan importante; solo llegas tarde al trabajo, y es el octavo día consecutivo que eso sucede. Igual te echan a la calle, pero te evitas amargarte una jornada que ya de por sí es triste cuando te diriges a un lugar que no soportas y en el que tienes que pasar ocho horas de tu tiempo.

—Qué raro —pensó mientras miraba hacia atrás en busca de la persona que le había dado aquella hoja.

Ese era, tal cual, el contenido de aquel panfleto publicitario. Le pareció muy extraño. Parecía una cosa de locos.

—Escuchar a la gente y que te paguen por aguantar sus neuras. ¿Eso no era cosa de psicólogos?

No podía dejar de darle vueltas. Volvió a releer el texto mientras esperaba el metro. Se planteó llamar. Sin ningún tipo de convicción:

—Lo mismo de siempre: empresas fantasmas, con trabajos raros, con un sueldo de risa, que luego desaparecen y te dejan colgado sin cobrar un duro. —Se lo guardó en el bolsillo de atrás del pantalón.

La espera en el andén iba a ser larga. El panel anunciador marcaba que el próximo metro todavía tardaría doce minutos. Se sentó en un banco, se puso los cascos y se inhibió del resto de la gente que pululaba por allí. La verdad es que todos hacían lo mismo: unos leían, otros escuchaban música como él, otros miraban su móvil, otros simplemente pensaban con la mirada perdida, los había también que bebían cerveza y estaban tan borrachos que hablaban con su compañero invisible.

Le gustaba observar las caras de la gente. Narices gordas, grandes, finas; ojos azules, marrones, verdes, vidriosos, tristes, agotados, desesperados; con pelo largo, corto, rapado, calvos, con peluquín; estos últimos solían ser gente mayor que por alguna razón no había superado su trauma de juventud, o por el contrario ya era una cosa habitual, como ponerse una gorra, porque ahora la moda era llevarlo rapado o afeitado, y ahí no había diferencias. También miraba a las mujeres, pero aquí extendía el campo de visión. A las rubias, a las morenas, a las pelirrojas; con muchas tetas, con pocas tetas; con buenos culos, con culos chafados; con caras de vicio, con caras de dulzura, con caras de nada. La visión de ellas tenía un alto componente sexual: a veces se las imaginaba desnudas, pero procuraba no mirarlas mucho, no se fueran a creer que era un degenerado, que en el fondo, o en la superficie, lo era, pero mientras no fuera una cosa obsesiva o de mal gusto no pasaba nada o, al menos, eso pensaba. Lo que más le impresionaba era ver a la gente muy gorda, obesa, con serios problemas para caminar. Con su inmenso volumen ocupaban dos asientos y tenían un aspecto bastante descuidado. Sentía lástima. No podían ser felices con aquel montón de kilos encima. Debía de ser un sufrimiento diario. Y más en esa sociedad en la que vivían, en la que te vendían un cuerpo estilizado, perfecto, que provocaba graves problemas de anorexia entre la juventud. Ni una cosa ni la otra. Caminar por la pasarela de la existencia sin caerte era muy difícil. Había que tener la cabeza muy bien amueblada para poder superar los repechos que aparecían ante ti. Era como un juego de ordenador (los odiaba) en donde tenías que vencer mil trampas antes de alcanzar el final. La diferencia era que en el mundo real entraba un componente psicológico que te podía hacer explotar sin necesidad de caer en un cepo. Por ser de una determinada manera te marginaban, te aislaban y te hacían sentirte mal hasta que te descomponías en mil pedacitos. No te dejaban en paz, y para obviar eso debías ser muy fuerte o te hundías sin remisión.

Cuando las miradas se cruzaban, porque allí todo el mundo miraba a todo el mundo, sentía vergüenza. Le habían pillado. Y procuraba mirar hacia otro lado. Millones de ojos girando, deteniéndose, centrándose, como cámaras sobre objetivos determinados, en rostros y cuerpos, que te hacían pensar en otras vidas paralelas a la tuya, diferentes pero iguales. Todos con un mismo objetivo: ser feliz; cada uno a su manera, porque las sendas invisibles que tú ibas creando por el gran tapete de la vida te llevaban a un lugar que nunca hubieras imaginado, o que nunca hubieras deseado, o tal vez sí, pero tú y solo tú marcabas el camino.

Los doce minutos se habían transformado en veinticinco. Problemas en la vía alargaban la estancia en aquel subterráneo.

The Libertines entraban por sus oídos con la canción «What Katie Did».

De repente, recordó el trozo de papel que tenía en el bolsillo del pantalón. Empezó a releerlo y comprobó que aquel texto no te invitaba a aceptar el trabajo, sino todo lo contrario. Ellos mismos te sugerían que escuchar a la gente era una cosa horrible y prestar atención a su insípida vida era aún peor. Desde luego se vendían muy mal. Quién aceptaría un trabajo en el que la persona que te lo está ofreciendo ya te dice que no vale nada. Algo bueno tendría, ¿no? Aquello era un sinsentido. Quizás fuera una técnica de marketing. Con él estaba funcionando, porque no se lo podía quitar de la cabeza.

—Esos siete números pueden cambiar tu vida. Estás en paro y no tienes nada mejor que hacer. En plena crisis mundial, los políticos ponen cara de pena ante las cámaras de sus televisiones para lanzar mensajes sin sentido sobre una situación que ellos han creado y que se les ha escapado de las manos. Pero no pasa nada porque ellos continúan cobrando, y los pringaos, como tú, que eres la carnaza que les ha votado para mantener el sistema que respalda su cargo y su supersueldo, está en medio de un agujero negro que absorbe desempleados. Ese inmenso flujo de personas que buscan dinero en la cola del INEM no son asumibles, ni mucho menos rentables para sus bolsillos. Pero el político, con cara de preocupación, solo cuando hay una cámara delante, mantiene una nómina desorbitada que pagan los votantes como tú con unos impuestos que no puedes dejar de abonar si no quieres que el sistema quiebre y el político deje de cobrar. No, eso no está nada pero que nada bien. Como hagas eso el Gobierno te castigará y te dará unos azotes en el culo y te encerrará en la más alta torre y tirará la llave al fondo de un pozo. Ni Shrek te va a salvar, porque tú no eres Fiona, ni esto es un cuento de hadas. Esto es la vida real, te enteras o no. Se burlan de todos en sus caras, y nadie hace nada. La gente está desesperada. La situación es dramática. No reaccionan, no; todo lo contrario: caminan como zombis por en medio de la calle asumiendo su agonía. Sus hijos se mueren de hambre y ellos no se levantan en una revolución contra el dirigente que está en su despacho con traje chaqueta, tomando un café y disfrutando del momento de sentirse el amo de un mundo de mierda, pero el amo. Él está en la cima de la pirámide, y tú, debajo de él recogiendo las migajas. La riqueza tiene que repartirse. Todos tienen derecho a una vida digna y a una jubilación adecuada. Todos tienen derecho a una parte del pastel. Igualdad. Revolución, revolución, revolución…

Se había quedado dormido. Estaba tan a gusto. Calentito, con el traqueteo del vagón sobre los raíles que lo mecían como en una cuna. En sus oídos sonaba la música de The Posies. Nice Cheekbones and A Ph.D era el título de un CD de tan solo cinco temas espectaculares. Lo que antiguamente se llamaba un maxisingle. Con unas letras suaves que dejaban un halo de paz y sosiego. Como la mano de una mujer que recorre el contorno de tu oreja, dulces como la piel de un recién nacido que acercas a tu pecho con suavidad, mientras acaricias su diminuta espalda y balbucea, y con sus manos inexpertas busca agarrarse a tu cuerpo.

Su extraño sueño proseguía su curso, igual que el metro que se adentraba en oscuros túneles sin fin.

—Ya está bien, demos un golpe sobre la mesa. Rompamos la cadena. La gente no debe ir a votar. Una abstención masiva que les demostrará que estamos cansados. Nosotros somos la base que sustenta esa mentira. Nos necesitan para que reafirmemos su poder. Sin votos no hay poder. Si nadie va a votar, ¿quién es el presidente? No gana nadie, todos pierden. Sin nosotros no son nada.

—¡A por ellos! ¡Sin piedad!

Un grupo de gente golpeaba la puerta de un ayuntamiento con un ariete. No era la Edad Media, era un tiempo actual, y esas personas eran desempleados del siglo xxi con un elemento del pasado que antiguamente se usaba para batir murallas. Pasado y presente se juntaban para intentar cambiar el futuro. En sus caras se reflejaba la desesperación. Uno de ellos llevaba una lata de gasolina. No había policía, cosa extraña en estas situaciones. También deberían de estar hartos de las mentiras de los poderosos a los que cuidaban. En el balcón del consistorio se veía a un grupo de gente, probablemente el alcalde y su séquito de concejales, suplicando clemencia. Ya era tarde, habían abusado de su confianza, y, ahora, ni abogar por la manida democracia, ni por el discurso de que eran personas civilizadas, los iba a salvar. Un gran estruendo y ya estaban dentro. Subieron por las escaleras como posesos. Pronto bajaron con un hombre con gafas, con el pelo engominado, con cara de pena, con lágrimas en los ojos, suplicando clemencia. Ya no había de eso, no, la arena del reloj hacía ya tiempo que había dejado de caer, y era la hora de pagar. El engominado, es decir, el alcalde, estaba acompañado de trepas de la peor clase (los concejales), y algunos, en el momento final, como Judas, querían traicionarlo.

—Yo solo cumplía sus órdenes, yo no he hecho nada… ¡Piedad, piedad!

El líquido inflamable empezó a caer como el agua bendita sobre sus cabezas. Era un segundo bautizo, el primero fue para empezar la vida bajo el beneplácito de la Santa Madre Iglesia, pero este era para su adiós definitivo bajo el beneplácito del pueblo al que habían sometido con mentiras y engaños. Una cerilla voló por el aire, fueron segundos, uno, dos, y tres, y una fuerte llamarada dio paso a gritos desesperados, a carreras de unas bolas de fuego, que eran personas, o mejor dicho ladrones, o mejor dicho seres que habían jugado a ser dioses, pero que de tanto jugar se habían caído de la nube y habían dejado su paraíso para aterrizar en un mundo real donde aquellos que en su día los habían elegido, aquellos que les habían dado su confianza, y a los que pese a todo habían decidido vilipendiar, y de los que se habían reído en sus caras con falsas promesas, ahora disfrutaban de aquel macabro espectáculo. Pero ¿qué era más macabro? ¿Ver cómo una persona moría quemada o ver cómo se traicionaba a toda una sociedad que se consumía poco a poco, mientras tú, el elegido por todos, te enriquecías a su costa sin ningún tipo de remordimiento? No sé, era difícil de contestar. La historia o, mejor dicho, los políticos, sus ejércitos y sus aparatos de propaganda, nos habían querido hacer creer que hubo muertes que fueron beneficiosas para el mundo, aunque luego, hipócritamente, se les llenaba la boca con el mensaje de que no estaba bien matar. En muchos países del mundo la vida de una persona no valía nada. Sin ir más lejos, en el país de la libertad (con su estatua y todo) y de las oportunidades se mataba legalmente mediante la pena de muerte. Todo resultaba muy confuso, ¿no? Veamos, si la ETA mataba a un policía estaba mal, sí, claro, estaba mal, pero la muerte de Carrero Blanco, al que también liquidó la ETA, que era una persona, y que tenía familia, que dejó viuda e hijos, y que supuso cortar las venas de una dictadura que tenía visos de continuar fluyendo, ¿estuvo bien o mal? Y tu padre te decía que esos eran otros tiempos. Demagogia pura y dura. Una muerte no tiene tiempos: era una muerte antes y ahora.

Sigamos, la muerte de Bin Laden fue orquestada por un Gobierno, como el americano, elegido democráticamente, y aplaudida por todos. Sí, vale, era un terrorista, pero eso no les daba derecho a matar. ¿O sí? Entonces qué, que según quién disparaba, y a quién disparaba, estaba bien, lo aceptábamos, y además lo celebrábamos. No lo entiendo. La lista de ejemplos era muy larga: Sadam Husein, Mussolini, Gadafi, José Antonio Lasa, José Ignacio Zabala. Era tan fácil descorchar una botella de champán como pegarle un tiro a alguien en la sien, además de forma legal y con vítores y fanfarrias incluidos.

Y esta gente, los dirigentes, con las manos manchadas de sangre, con el alma sucia, acudían a una iglesia, y el cura les daba la bendición, y nadie decía nada, y se declaraban católicos y creyentes a pies juntillas. El quinto mandamiento señala que «La vida humana es sagrada porque desde su inicio es fruto de la acción de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Solo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho a matar de modo directo a un ser humano inocente»; pero, aquí, como en muchas otras circunstancias de la vida, se corría un tupido velo y se miraba hacia otra parte. Era como decir que eras católico pero no ibas a misa y follabas con goma y, además, también ibas de putas. ¡Qué bonito!

El olor a carne quemada inundó todos los rincones de aquella plaza. «¿Hueles eso? ¿Lo hueles, muchacho? Es el napalm, hijo. Nada en el mundo huele así. ¡Me encanta el olor del napalm por la mañana! Un día bombardeamos una colina sin parar durante doce horas. Cuando todo acabó, subí. No encontramos ni uno. Ni un solo cadáver apestoso de esos jodidos chinos. ¡Ese olor, ese olor a gasolina quemada! Olía a… victoria». Esta mítica frase, de la película Apocalypse Now, que dijo el coronel de artillería Kilgore, magistralmente interpretado por Robert Duvall, se podía aplicar a ese momento en el que los políticos habían dejado un dulce perfume a justicia en el aire.

Esa voz, que estaba relatando esa extraña historia, dejó de retumbar en su mente y, de pronto, como en medio de una nebulosa, apareció la figura de otro hombre; este era bajito, gordito, con orejas grandes, pelo rubio y ojos azules. Su falsa sonrisa le daba un aire maquiavélico. Iba vestido con un traje chaqueta azul marino. Su nariz era gorda, parecía postiza, como la de un payaso. Su cabeza iba pegada a su cuerpo. No existía la separación del cuello, solo una papada que hacía una arruga que descansaba sobre el inicio de su pecho. Iba acompañado de una chica rubia y dos niñas pequeñas. Caminaba por en medio de un paseo de una ciudad que no debía de ser muy grande a juzgar por sus aires confiados y la ausencia de escolta. Iba saludando, como hacen los reyes, de manera forzada, como interpretando un papel, a todos los transeúntes que se encontraba a su paso. Detrás de él había un bufón vestido con un traje de colores y un gorro lleno de cascabeles, que le cubría toda la cabeza. Solo se le veían la nariz, los ojos y la boca. Se le pegaba al oído, y le indicaba continuamente qué era lo que tenía que hacer.

—Saluda, sí, sí, saluda. Que el populacho vea que eres uno más. Estás con ellos. Utiliza a tu familia. Utiliza a tus hijas. Que vean que eres un hombre de sólidas convicciones familiares. Eso les gusta. Son tan sumamente tontos. Eso son votos. Estamos camino de la alcaldía. Eres el amo, ¡ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!

El cuidador de sueños que todos los humanos tenían en la cabeza había dejado caer un disco de vinilo lleno de reivindicaciones. Él era el encargado del archivo en el que se almacenaban las imágenes de todos los recuerdos pasados, presentes y futuros (adelantaba al tiempo y aportaba visiones), que procuraba seguir las pautas marcadas en el manual que recibía con cada alumbramiento, pero que en determinados momentos esas normas se veían alteradas por un suceso exterior que influía en algún órgano interno. Ahora era el estómago el que había generado un reflujo gastroesofásico debido a la injusticia que se vivía más allá de los huesos, las venas, los órganos, la piel, en el mundo real, que como un ciclón ascendía hasta el esófago irritándolo todo a su paso y dando la voz de alarma en el departamento de Documentación en el que el cuidador desarrollaba su labor. La aguja del tocadiscos mental, tensa, indignada, presionaba con fuerza el surco, igual que un tractor introducía sus palas para labrar la tierra buscando aire nuevo que regenerara un suelo corrupto, poco acostumbrado a los cambios.

Los sueños se distribuían entre nocturnos, con vinilo, más reales, y diurnos, ahí estaba el soñar despierto (flashes sin vinilo), de una fuerza mucho menor. Se sucedían de forma ordenada dependiendo de cada persona y de sus características. Cada uno los tenía asignados desde su nacimiento. Aunque también había una cierta inclinación hacia determinados sueños. Una especie de imágenes fijas que a todos se nos habían cargado en la disquetera de forma obligatoria. Por eso algunas veces se producían sueños extraños que no terminabas de comprender. La explicación era sencilla: te tocaba visionar esas imágenes. Tenías sueños de persecuciones, de ahogamientos, sin sentido, de chicas que aparecían y no sabías muy bien por qué, de animales, de viajes o simplemente de nada. Tu cerebro era como su viejo tocadiscos Dual. Todavía lo recordaba ¡Qué maravilla! El sueño caía como un disco de vinilo, después de limpiarlo con una toallita pequeña muy suave de color rojo para que no cogiera polvo, que se ponía a girar al tiempo que aquel brazo mecánico, que contenía la preciada aguja, iniciaba su dulce movimiento hasta ponerse a la altura del surco, que no paraba de dar vueltas, para luego descender con suavidad y así darle vida. Si uno se repetía, como le había ocurrido a él en más de una ocasión, era por un error. Estaba rayado. Se sucedía de forma continuada hasta que el cuidador de sueños cogía la pequeña palanquita que sobresalía de aquella extremidad mecánica y la volvía a poner en modo de reposo sobre aquel diminuto púlpito sobre el que descansaba la aguja reproductora de vidas paralelas. Si esto ocurría podía ser peligroso, porque la persona se obsesionaba de tal manera que incluso podía llegar a volverse loco.

De fondo se escuchaba a La Polla Records, un grupo de su juventud, del que conservaba como un tesoro su disco Salve, con el tema «El congreso de ratones». Sus pulsaciones, pese a estar dormido, iban en aumento.

Señores diputados, la situación es extremadamente grave.

Debemos hacer un consenso para meterlo dentro de un marco.

¡Qué monada!

Como primer punto de la orden del día, actualizaremos nuestros sueldos.

Como segundo punto, bajaremos el de los demás.

Qué felices son haciendo el mamón,

siempre en nombre de la razón;

y su libertad, vigilada por los cañones del capital.

Estáis todos acojonados por el ejército

y vendidos a todos los banqueros,

camuflando en democracia este fascismo,

porque aquí siempre mandan los mismos.

Un congreso de ratones podíais formar.

No representáis a nadie.

¿Qué os creéis? ¿A quién queréis engañar?


Esa carcajada tenebrosa le despertó. Estaba totalmente perdido. Su Ipod había dejado de funcionar. Se tocó el labio, le había caído la baba. Enfrente de él había un chico joven que estaba leyendo un libro. A su lado una mujer muy gorda se comía un paquete de papas. Miró hacia arriba buscando el mapa de las distintas paradas. En ese momento, unas palabras surgidas por un altavoz que se encontraba situado en el techo le dijo dónde estaba. Afortunadamente no se había pasado de estación. Para la suya todavía quedaban dos. Se frotó los ojos y decidió volver a encender música. Necesitaba despejarse. Weezer era la solución. Rock potente, con guitarras explosivas que empezaron a resonar en su cabeza. Era un chute de vida después de una desconexión, miró su reloj, de quince minutos. El careto del prototipo de futuro alcalde permanecía en su subconsciente, y los gritos y el olor a piel abrasada continuaban pegados a su oído y a su nariz, mientras sonaba la melodía del tema que llevaba por título «Buddy Holly». Sus pies se pusieron en marcha. Había llegado a su destino.

El disco había dejado de girar, pero sus imágenes permanecían vivas en su subconsciente. La bola de sebo, que no tenía pescuezo, continuaba paseando por su frente moviendo la mano como una marioneta. No podía borrarlo de sus pensamientos. Le recordaba al Untersturmführer (teniente de las SS) de la película La lista de Schindler. Amon Goeth era su nombre. El empresario judío le convenció para que no matara prisioneros de forma indiscriminada. La conversación se inicia en una reunión donde Goeth y otros empresarios, entre ellos Oskar Schindler, están preparando un convenio para que sus empresas se instalen en el campo de concentración y tomen a los judíos como mano de obra. En un momento dado Schindler se acerca a un Goeth, bastante ebrio, y entabla una conversación con él. El teniente nazi le dice que la razón por la que los judíos les temen es porque tienen el poder de matarlos. Schindler le responde que eso es justicia, y que «Poder es cuando tenemos justificación para matar y no lo hacemos. Es lo que tenían los emperadores. Un hombre roba algo, le conducen ante el emperador. Se echa al suelo ante él e implora clemencia; él sabe que va a morir. Pero el emperador le salva la vida, a ese miserable, y deja que se vaya. Eso es poder». El sapo, acompañado del bufón, le recordaba a Goeth. Le faltaba el traje de las SS. Con cada saludo iba perdonándoles la vida a todos sus pobres y desgraciados votantes. Aquello era un flash sin vinilo. El temazo de «Surf Wax America» limpió su disco duro de malos rollos y por fin vio el sol que asomaba por las escaleras que le conducirían fuera de la estación. El frío y la humedad del mes de noviembre también aparecieron y golpearon todo su cuerpo. Un escalofrío intenso recorrió su columna vertebral.

El cuidador de sueños estaba queriendo decirle algo, ¿pero el qué?

Al llegar a casa decidió mirar el Diccionario ideológico de la lengua española, de Julio Casares, de la Real Academia Española, que le dejó su abuelo antes de morir. Y ¿qué era eso de ideológico? Nunca se lo había planteado. El tomo siempre había estado en la estantería y, pese a que las veces que lo había utilizado nunca le había fallado, no se había parado a mirar la parte que venía detrás del prólogo y que en una primera hoja toda en blanco había escritas dos líneas en mayúsculas. Le pareció excesivo desperdiciar tanto espacio para dos frases, que anunciaban lo que venía después. Estaban dispuestas, dejando menos espacio por arriba que por la parte de abajo de la hoja, es decir, no estaban centradas, con una doble separación entre los diferentes elementos que formaban cada una de las frases, con la E que servía de nexo de unión entre ellas ocupando exactamente el doble hueco o, como hemos dicho antes, separación, que había entre la preposición DE y el artículo determinado femenino singular LA, de la siguiente forma tan arcaica y curiosa:


PLAN DE LA OBRA

E

INSTRUCCIONES PARA SU MANEJO


En la siguiente página ponía:


I

PLAN

Y empezaba a decirte el porqué de la obra con pequeñas sangrías al principio y después de cada punto y aparte:

La finalidad esencial del Diccionario Ideológico (todas las letras eran versalitas excepto las primeras, la D y la I, que eran mayúsculas) consiste en poner a disposición del lector, mediante un inventario metódico, no intentado hasta ahora, el inmenso caudal de voces castizas que, por desconocidas u olvidadas, no nos prestan servicio alguno; voces cuya existencia se sabe o se presume, pero que, dispersas o agazapadas en las columnas de los diccionarios corrientes, nos resultan inasequibles mientras no conozcamos de antemano su representación escrita.

Para alcanzar dicha finalidad se ha procedido a una sistematización del vocabulario, reuniendo en grupos conceptualmente homogéneos cuantas palabras guardan relación con una idea determinada. El lector que examine cualquiera de estos grupos, no sólo se dará cuenta fácilmente del alcance de este trabajo, sino que quedará sorprendido al ver la enorme riqueza de medios expresivos a cuyo uso nunca pudo tener acceso.


Le gustaba la expresión: «agazapadas en las columnas»; como si las palabras estuvieran ahí, escondidas detrás de una hoja, con una pequeña sonrisa pícara, jugando a desaparecer, esperando a ser descubiertas o a encontrar el momento para salir corriendo y tocar el árbol que las salvara, como en un juego de niños.

Sabía perfectamente qué era escuchante, pero ante la incredulidad de que solicitaran un trabajo de ese tipo, y acordándose del libro heredado, al que no había prestado atención en años (era demasiado gordo y pesado), decidió buscar entre sus páginas gruesas y amarillentas el significado de aquel anuncio que le había atraído. En ese momento se dio cuenta de que las tapas estaban deshilachadas, por no decir rotas. La contraportada se sostenía con una fina tira de cartón y, al levantarlo y apoyarlo entre las piernas, dejaba tras de sí restos de pequeños papelillos que caían de un lomo que colgaba pidiendo una ayuda urgente que, evidentemente, no recibió. Lo cogió con sumo cuidado, intentando que esa reliquia que le dejó su antepasado se mantuviera firme. La verdad es que, dejando de lado la cubierta, el cuerpo, las hojas, con todas sus definiciones, se mantenían juntas y firmes. Allí, en la página 354, encontró el significado de escuchante, que era el mismo término utilizado en el anuncio y ponía lo siguiente: «p. a. de Escuchar. Que escucha.» En la página xxx, al principio, antes de entrar en la parte analógica que estaba separada por una cartulina de color negro, al igual que la parte alfabética, que tenía la misma separación, las enumeraba con números romanos, y bajo el título, todo en mayúsculas, «ABREVIATURAS EMPLEADAS EN ESTA OBRA», ponía, siguiendo un orden alfabético, «p. a. . . . . . participio activo». También encontró, justo debajo de escuchante, el infinitivo escuchar, que era: «Aplicar el oído para oír». En la página anterior encontró la definición de escucha, y entre sus varias acepciones le llamó la atención una en concreto: «En los conventos de religiosas, la encargada de acompañar en el locutorio, para oír lo que se habla, a las que reciben visitas». En su cabeza se imaginó a una monja sentada en un rincón de la habitación escuchando la conversación con un papel y un bolígrafo, anotando todo aquello que era contrario a las normas de Dios, mientras las otras personas sudaban asustadas intentando medir al máximo sus palabras. Era evidente que no se podía decir ni polla —como dijeras eso te fulminaba un rayo allí mismo—, ni coño, ni muchísimo menos me cago en Dios. Si la acompañante escuchaba esto, empezaba a tirar espumarajos por la boca y a hablar en lenguas antiguas totalmente desconocidas. La Iglesia, siempre con su yugo inquisitorio buscando demonios por todos los rincones del mundo. Como en las peores dictaduras, censurando, castigando y creando seres traumatizados que nunca saben si el siguiente paso será el correcto o por el contrario les caerá encima el castigo divino.

Él no era creyente, diríamos ateo, y al igual que el filósofo galés Bertrand Russell consideraba la religión como una enfermedad nacida del miedo, y como una fuente de indecible miseria para la raza humana.

—Hola, buenos días, empresa El Diván. Dígame…

El diván. Esa palabra abría la tapa del bote que guardaba sus recuerdos. Diván daba sentido a escuchante. Ahora lo comprendía todo. La oreja había cruzado el océano. Ya estaba aquí.