BREVE HISTORIA
DE LA
ARMADA
INVENCIBLE

BREVE HISTORIA
DE LA
ARMADA
INVENCIBLE

Víctor San Juan

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia de la Armada Invencible

Autor: © Víctor San Juan

Director de colección: Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición: © 2017 Ediciones Nowtilus, S.L.

Doña Juana I de Castilla, 44, 3º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: HILLIARD, Nicholas. The Spanish Armada (1588). Disponible en: http://www.myartprints.co.uk/a/hilliard-nicholas/the-armada.html

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-9967-849-8

Fecha de edición: Marzo 2017

Depósito legal: M-3102-2017

Para José Luis San Juan Rubio,

gran persona y mejor decano

de una familia maravillosa.

1

Del Mediterráneo al Atlántico

LA ISLA DONDE CAMBIÓ EL MUNDO

Casi al sureste del extenso archipiélago de las Bahamas, en los 24° 6’ de latitud norte y 74º 30’ al oeste del meridiano de Greenwich, existe una isla solitaria, de relieve prácticamente inexistente y aspecto desolador. Según los indios caribes que Cristóbal Colón encontró en ella el 12 de octubre de 1492, en un principio se llamaba Guahananí, aunque el almirante la rebautizó San Salvador; pero la ofensiva pirática del siglo XVIII la llevó a quedar bajo el dominio de saqueadores y desarrapados piratas, tomando el nombre de uno de ellos, Watling. De cualquier forma, en la cartografía americana sigue recibiendo el nombre impuesto por el descubridor.

San Salvador es un arrecife coralino de apenas once millas de largo por cuatro de ancho; al este, protegida por un extenso banco sumergido, queda una larga y paradisiaca playa caribeña, a medio camino de la cual (de la colina Dixon a Victoria), entre el lago de Starrs y el océano Atlántico, se alza solitario en la noche el monumento a Colón, iluminado por los silenciosos pantallazos del faro Dixon, al que arrulla el sonido de las olas rompientes. El único núcleo habitado de la isla digno de tal nombre es Ciudad Cockburn (Cockburn Town), al otro lado de la isla, y al que no se puede ir directo desde el monumento pues se interpone en el camino el gran lago (Great Lake) que ocupa todo el centro de la misma. Cockburn, a redoso de la roca Riding, tiene una pequeña base para los escasos yates que se acercan a San Salvador; el otro único nombre hispano distinguible en su toponimia es la bahía Fernández, justo al sur de Cockburn, que tiene, para hacerla inaccesible desde la mar, su correspondiente barrera de arrecifes.

Como la gran playa del este también padece este problema, los investigadores han supuesto que Colón, tras avistar Rodrigo de Triana la isla al atardecer del jueves 11 de octubre, prefirió rodear San Salvador por el sur montando las rocas Hinchinbroke y después Punta Sandy, para alcanzar así seguro fondeadero en lo que luego sería Cockburn, donde pasó un par de días conociendo él primero a los famosos indios americanos. Pero nada es seguro; de hecho, Rodrigo de Triana tendría pleitos con un tal Juan Rodríguez Bermejo, de Sevilla, peleándose ambos por la recompensa del primer avistamiento; la discusión la zanjó el almirante por su peculiar sistema habitual –a la genovesa– adjudicándoselo a sí mismo pues alegó que ninguno de los candidatos la había visto bien. Ni Triana ni Rodríguez debieron quedar satisfechos, pero siendo Colón juez y parte, además de estar al mando, no quedaba sino callar. En venganza, según cuenta la leyenda, nada más regresar a la península Rodrigo «se hizo moro», es decir, renegó de la fe cristiana, yéndose a vivir a Marruecos.

Tampoco queda muy clara la trayectoria seguida por Colón una vez verificado el descubrimiento. Basándose en el diario del almirante, el especialista Morison ha reconstruido su derrota: zarpó a mediados de octubre de San Salvador, navegando al suroeste, donde muy pronto vio tierra, poniendo su precaria nao y las carabelas al pairo para no llegar de noche a tierra desconocida. Se trataba del actual Cayo Rum, bautizado Santa María de la Concepción por el genovés, desde donde descubrió, al oeste, otra isla larga como un día sin pan a la que llamó Fernandina, y que hoy se denomina, de forma más prosaica, simplemente Larga. Es un valladar de casi siete millas de largo que tapa para los llegados de levante el inmenso arrecife del Gran Banco de Bahamas, una pesadilla para cualquier marino del siglo XVI que, por fortuna, ni Colón ni sus pilotos vieron. Si hubieran sabido que, antes de encontrar una tierra firme digna de tal nombre, tenían que atravesar un piélago marino lleno de bajíos y trampas prácticamente a flor de agua que habrían desventrado en un santiamén cualquiera de sus buques, es muy posible que el desánimo se hubiera apoderado de ellos.

Afortunadamente, no lo sabían. Colón y sus tres naves, amparándose en unas condiciones atmosféricas extraordinariamente favorables y siendo muy prudentes en la navegación (sondando cuidadosamente por la proa de las naves), hallaron por fin, al sur de Larga, el paso Crooked, que permitía seguir ruta al oeste. Pero, al aparecer en levante la silueta de otra isla con arboledas –la actual Crooked, Samoet para los indios–, se dirigieron hacia allí a ver si encontraban oro. Vana quimera. El 24 de octubre, tras esta amarga decepción en Isabela, se internaron profundamente en el Gran banco, viendo de nuevo el paso cortado por las islas de la Arena. Por suerte para ellos, se hallaban en el extremo sur del mencionado Banco y, tras lidiar durante tres días con el luego llamado banco Colón y el cabo Santo Domingo, lograron al fin dejar atrás este laberinto, poniendo proa al sursuroeste, rumbo a la costa cubana.

Cuando, el 4 de febrero de 2001, doblamos el cabo Santo Domingo procedentes de Cádiz, navegando a vela a bordo del ketch Virgen del Cobre, resultó inevitable sentir una profunda admiración por aquellos navegantes de otros tiempos. A pesar de contar con los más modernos aparatos de posicionamiento y ayudas a la navegación, teníamos que ir punteando nuestra derrota hora a hora desde el paso Caicos, por el que nos internamos rumbo al Canal Viejo de Bahamas, para mantener un margen de seguridad. Los marinos del siglo XVI, inevitablemente, se vieron obligados a conducirse en aquel arrecife oculto bajo las aguas como un ciego tanteando con su bastón. Aun así, y no sin suerte, supieron encontrar el camino a través del Gran Banco para dar rumbo a las costas cubanas, donde Colón esperaba encontrar Cipango, es decir, Japón. Hasta el momento, sin embargo, sólo había descubierto un sinnúmero de islas que llamó las Lucayas, mitológicas islas de los lequios o lecuyos del Asia oriental. Hoy se denominan Bahamas por el español «bajamar», islas de la Bajamar, que evidentemente y al quedar los arrecifes entre dos aguas con las mareas, es su rasgo más definitivo.

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Las tres carabelas, (s. XIX) acuarela de Rafael Monleón en el Museo Naval de Madrid. Con sus cuatro viajes al Nuevo Continente, Colón cambió el centro de gravedad marítimo del mundo conocido a finales del siglo xv.

El domingo 28 de octubre la expedición colombina alcanzó las costas cubanas, penetrando profundamente en un río en la región del cabo Lucrecia y Holguín. Las carabelas exploraron la costa creyendo que, más que Japón, debían de estar en China, aunque no encontraran a nadie de ojos rasgados. El error geográfico, evidentemente, era monumental, pero en el apartado gastronómico hicieron un gran avance, pues descubrieron la patata. Tras un mes de inútil vagabundeo, Colón llegaba finalmente al cabo Maisí cubano, al que bautizó Alfa y Omega, principio y fin de todas las cosas. Desde allí, imponiendo a Cuba el nombre de Juana (que la posteridad ignoraría, como otras muchas denominaciones del descubridor) puso rumbo sur a la isla de Santo Domingo, donde llegó el 6 de diciembre, bautizándola como La Española, nombre que perduró algún tiempo sobre el precedente indio de Bohío. Exhaustos los expedicionarios y con sólo un grumete al timón, la nao Santa María se perdió contra los bajos por el error marinero más viejo y repetido de todos los tiempos: la guardia, mandada por Juan de la Cosa, se quedó dormida. Allí mismo se fundó un fuerte con los restos y Colón comenzó a pensar en el regreso a España a bordo de la carabela Niña, única que tenía disponible, puesto que la Pinta de Martín Alonso Pinzón ya había desertado. Partió de La Española el 4 de enero de 1493 y, habiendo encontrado a la Pinta en Monte Christi y vuelto a perderla en un temporal diez días después, a primeros de marzo –tras detenerse en las Azores– llegaba la Niña a Lisboa rematando el histórico periplo.

También hay quien duda de que Colón llegara a San Salvador, inclinándose más bien por Cat Island o la isla Grande, al noroeste de aquella. De hecho, forzando un poco las descripciones, por el sur pueden existir otras candidatas como Mayaguana o las islas de Turcos y Caicos. Nada parece seguro ni fiable en el primer viaje de Colón, hasta el punto de que, durante el siglo xx, se aseguró con pruebas que América, en realidad, la había descubierto el islandés Bjarni Herjolfsson en el año 986 d. C. En este mar de imprecisiones y contradicción ya habían nadado otros anteriormente; en especial, el segundo piloto de la expedición de Alonso de Ojeda en 1499, un florentino llamado Amerigo Vespucci, que, sin descubrir absolutamente nada, como atestigua el historiador luso Oliveira Marques, amparado por una serie de confusiones, tendenciosidades y erróneas interpretaciones de los cosmógrafos acabó levantándole por la mano la gloria del Nuevo Mundo a su propio descubridor, pues se llamaría América y no Colombia como habría debido. Esta es una vieja polémica y no nos detendremos en ella. En el aspecto positivo, hay que apreciar únicamente que el nombre se eligió bien, porque el nombre de «Vespucia» para el continente americano habría resultado insoportable.

Lo cierto es que Colón, supiera o no lo que estaba descubriendo, además de ser el primero en aprovechar el alisio para llegar a América, retornar con éxito y llevar a cabo otros tres viajes (asegurando a la Corona española el derecho de primacía sobre un nuevo mundo inmenso y lleno de promesas) había cambiado el «centro de gravedad» del orbe que, girando durante largos siglos en torno a las aguas del golfo Pérsico con los Imperios persa y asirio, tuvo que correrse definitivamente al Mediterráneo oriental con la primacía primero de los egipcios y después de los griegos, para, con las fulgurantes hazañas de Alejandro Magno, sufrir una catarsis total. Oriente, de forma irreversible, cedió la hegemonía al Occidente mediterráneo, en cuyo horizonte se columbraba ya la que sería inmensa sombra de Roma, que, a orillas del Mare Nostrum, fundó un imperio definitivo para la historia de la humanidad. Bizancio, con su sede en Constantinopla, parecía responder a una nueva solicitación desde el este; de hecho, una nueva raza, los turcos, acabaron por afianzar su poder sobre tierras de Anatolia, Asia y Europa Oriental y, tras un largo forcejeo (apenas medio siglo antes de que Colón zarpara por la gola del río Saltes, en Palos de Moguer, rumbo a su irrepetible aventura) se apoderaban en 1453 de una Constantinopla en pleno deterioro y casi fosilizada, para regenerarla con su ímpetu rebautizándola Estambul y proclamándose el sultán «emperador del mundo».

Poco hubo de durar su alegría; los tres viajes de Colón, seguidos de los otros que España llevó a cabo a continuación de este, a cargo de Alonso de Ojeda, Rodrigo de Bastidas, Vicente Yáñez Pinzón y un largo etcétera (además de los viajes secretos de los portugueses llevados a cabo en el mismo período) fueron pequeños golpes de palanca, al principio casi despreciables pero que, aplicados en el lugar oportuno del afán de dominio de las monarquías recién surgidas en Europa y alentando la codicia y el afán de lucro y mejora de muchos seres humanos, empezaron a hacer temblar el tremendo estafermo de la cultura posmedieval renacentista, obligándola a abrir los ojos al increíble tesoro que se le ofrecía: todo un enorme continente, extendido casi de polo a polo, por descubrir y conquistar. De forma inevitable, desde aquella pequeña isla donde Colón dejó un ancla imaginaria, el interés mundial, el dominio marítimo y la estrategia global, secundados por el irresistible tirón del comercio, fueron volcando poco a poco y sin posibilidad de retorno hacia las oscuras aguas del océano Atlántico, donde se librarían las decisivas contiendas del futuro, dejando al pobre sultán y sus sufridos súbditos allá lejos, en la peculiaridad histórica de Estambul, a las puertas del estéril mar Negro y con un palmo de narices.

LOS COMPETIDORES

El primero que debió tirarse de los pelos, subiéndose por las paredes con el descubrimiento colombino al otro lado del océano, fue el rey Juan II de Portugal, conocido por el apelativo de «rey perfecto» por sus súbditos. ¿Cómo era posible que los portugueses, que habían sido capaces de cruzar el Atlántico de norte a sur y doblar el cabo de las Tormentas (Buena Esperanza) en 1487, a cargo de Bartolomeu Dias, mientras sembraban cuidadosamente de factorías y puertos de descanso toda la costa oriental del continente africano con el objeto de llegar a la India (y el propósito último de alcanzar las Molucas, donde lloverían riquezas con las especias), hubieran dejado pasar semejante oportunidad?

De hecho, Colón, antes de dirigirse a los reyes de Castilla para que financiaran su viaje, había presentado el proyecto ante la corte lusa en la década de 1480, un siglo antes de la Empresa de Inglaterra, según el historiador Madariaga. Por supuesto que no mostró todas sus bazas, ofreciendo descubrir nuevas tierras hacia poniente camino de la India, Japón y los reinos del Gran Khan. Solicitaba para ello tres carabelas dotadas y pertrechadas para un año, y, logrado el objetivo, se le nombraría caballero de espuelas doradas, almirante mayor del mar Océano con todas sus prerrogativas y privilegios y la décima parte (el 10 %) de todo lo que el rey obtuviera en lo descubierto.

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Impulsor del lanzamiento de Portugal hacia su imperio ultramarino, Juan II supo ver, no obstante, la oportunidad dorada que había perdido negándose a patrocinar el viaje colombino. Ya era tarde cuando quiso enmendar el yerro. Retrato de Juan II de Portugal (h. s. XV). Museo de Marinha, Lisboa (Portugal).

Juan II no despreció a Colón de inmediato, pues su fama como navegante y explorador era conocida. Sin embargo, en aquellos días, el proyecto secreto que había de abrir a su reino el camino de la especiería absorbía los recursos de las arcas reales por completo. Para ganar tiempo –y como no daba excesivo crédito al genovés– decidió someter el proyecto a la consideración de una comisión de expertos. Esto demostró ser la perdición definitiva, pues, si como rey podía ser perfecto, no hay veredicto sensato que pueda sobrevivir a una comisión semejante. Los expertos eran el obispo Ortiz, también cosmógrafo, dos astrólogos reales y los maestros judíos Rodrigo y José, que, comportándose como auténticos burócratas, descartaron los extremos presentados por Colón, acusándole de vanidad e imaginaciones. Hay que reconocer que los desproporcionados honores que el genovés exigía no ayudaban a ponerse de su parte.

Pero Juan II demostró, a pesar del veredicto negativo, ser perspicaz: ordenó a una carabela que explorara la ruta propuesta por Colón, a ver qué encontraba. Careciendo de convencimiento en la causa, a diferencia de Colón, este buque se aventuró hacia el oeste desde las islas Cabo Verde, encontrando muy poco viento y luego un chubasco. Sin fe en lo que hacían, cuando aquellos infelices agotaron los víveres pusieron rumbo norte y regresaron por las Azores a Lisboa, justificándose de sus muchas penalidades. El rey de Portugal les creyó, descartando por el momento la ruta hacia poniente. Constaba además, en su memoria, una expedición del flamenco Ferdinand Van Olmen con el madeirense Juan Alfonso de Estreito que había terminado en Irlanda en 1487. Aquella ruta, desde luego, no parecía ofrecer garantía alguna. Decepcionado finalmente Colón por la doblez del monarca portugués, que usaba sus proyectos sin darle parte en ellos, decidió abandonarle de improviso para pasarse a Castilla, donde la reina Isabel la Católica, oportunamente aconsejada, fue toda oídos. El rey perfecto había perdido su gran oportunidad por pasarse de listo.

Cuando Colón regresó a Europa con la Niña vía Lisboa, fue requerido por Juan II para presentarse ante él; a pesar de saberse perdedor, el rey de Portugal quiso aprovechar al máximo las posibilidades que ofrecía ser el primero en recibir al descubridor. Tras halagarlo y felicitarlo por su éxito, Juan II avisó a Colón de que las nuevas tierras, según el Tratado de Alcáçovas, serían suyas si quedaban por debajo de Canarias; pero como el genovés había navegado de las Afortunadas hacia el oeste, estaba tranquilo al respecto. En cualquier caso, fue prudente, diciendo que no conocía el tratado y había navegado según las instrucciones de los reyes de Castilla. Dándose cuenta de que por ahí no había brecha, y aparentando ser buen perdedor, Juan trató caballerosamente a Colón y le dejó ir con la Niña a Palos de Moguer, su puerto de partida, sin prestar oídos a un plan urdido en la corte para asesinarlo. Era absurdo: Portugal mantenía excelentes relaciones con Castilla, y el asesinato de toda una tripulación habría escandalizado a cualquier alma cristiana. Y, a diferencia de Isabel de Inglaterra, Juan II de Portugal era buen cristiano, aunque no por eso dejó de reprocharse, según Las Casas, con estas palabras: «Oh, hombre de mal conocimiento, ¿por qué dejaste de tu mano empresa de tan grande importancia?».

Aun así, Portugal, competidor número uno a la sazón de Castilla por el dominio del Atlántico, no daba, ni mucho menos, la partida por perdida: nada más perderse la carabela de Colón en el horizonte, Juan II ordenó alistar de inmediato una expedición para poniente. Enterado de ello el servicio de contraespionaje español, Fernando e Isabel, los Reyes Católicos, enviaron sin tardanza una embajada a Lisboa para que el rey de Portugal desistiera de sus propósitos, rogándole que a cambio mandara embajadores a España para discutir la cuestión. Juan II accedió y, por gestión expresa de Fernando el Católico, el papa Alejandro VI (español de origen) fue nombrado árbitro del asunto. Se estaba decidiendo, en definitiva, el dominio de las rutas del océano Atlántico y el reparto del Nuevo Mundo, cuestión de la máxima importancia.

La pacífica resolución del contencioso duró dos años (1493-1494) y tuvo muchas alternativas, lejos de la simplicidad que pretenden algunos autores. En él se vieron implicados, aparte del papa (claramente proespañol), las embajadas de ambos países, los respectivos monarcas, nada menos que seis bulas papales y dos complejos tratados, el de Alcáçovas ya mencionado y el de Tordesillas de 1494. Los portugueses tenían ventajosa posición de salida, pues sucesivos papas (Nicolás V, Calixto III y Sixto IV) les habían garantizado el absoluto dominio del Atlántico camino de la India, sin especificar que este último fuera por oriente u occidente. Siendo la Tierra redonda, realmente daba igual este último punto; fueran por el cabo de Buena Esperanza o a través de las nuevas tierras descubiertas por Colón, Portugal tenía garantizada ante la Santa Sede la propiedad del mundo sin explorar.

Evidentemente, esto no podía ser. Para empezar a abrir la complicada lata, Fernando, que era un zorro, hizo de las suyas, preparando el segundo viaje de Colón mientras entretenía a la embajada portuguesa, devolviéndola luego a casa con la respuesta de que a la vuelta del genovés ya se vería. Ni que decir tiene que en cuanto Juan II constató que se le había mareado la perdiz, ordenó a Francisco de Almeida partir de inmediato en la misma dirección. Ambos monarcas, evidentemente, pretendían proceder a hechos consumados sobre la mesa de negociación. Finalmente intervino el papa Alejandro con ambas bulas Inter Caetera, prefijando una línea de demarcación que dividiera el mundo en dos partes, una para cada monarca, de forma aparentemente salomónica.

Como hace notar Isaac Asimov, Alejandro «parecía suponer que los europeos podían dividir el mundo a su gusto, sin ninguna consideración por los no europeos que viviesen en otras regiones, y que el papa era el señor de la tierra y podía efectuar tal división». Continúa el americano quejándose de que, al dividir sólo una mitad de la tierra, quedaba indeterminado qué pasaría con el hemisferio contrario, donde volvería a plantearse el problema. Lo cierto es que el divulgador no parece conceder importancia al completo desconocimiento de las tierras y lugares por explorar que existía en 1493. El papa sólo trataba de evitar conflictos con diplomacia, barriendo para España cuanto pudo pero compensando a Portugal; de hecho, en la primera Inter Caetera se decía que los Reyes Católicos sólo podrían tomar las tierras hacia Occidente que no pertenecieran a otros príncipes cristianos, es decir, a los portugueses. Esta cláusula, al conceder la propiedad al que llegara primero, evitaba los problemas que pudiera plantear la famosa línea de demarcación.

Ya que hablamos de esta, bueno será decir que tampoco estaba muy clara. En resumidas cuentas, se trataba de una línea parecida, no igual, a un meridiano, que es como suelen dibujarla los historiadores. Nos hacemos cargo de los problemas: pretendía ser una línea imaginaria que pasara cien leguas al oeste de las islas Azores y Cabo Verde; pero como estas no están exactamente en la misma longitud y sus archipiélagos se extienden largas millas en el océano, la línea era en realidad una franja que los medios topográficos de entonces no permitían fijar con precisión. Todo lo que estuviera al este, sería de Portugal, y al oeste, de España. Como era de prever, la imposición de esta franja divisoria sentó como un tiro a Juan II; de tener derechos sobre prácticamente la totalidad de las derrotas marítimas del orbe, le habían dejado de un plumazo con sólo la mitad: las que circundaban la costa africana rumbo al cabo de Buena Esperanza. Al ser la palabra del papa verbo divino, no había apelación posible: Fernando se la había vuelto a jugar.

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Atlas Cantino de 1502 que muestra la línea de demarcación del Tratado de Tordesillas. La división del mundo entre España y Portugal no sólo resultó un discutible pacto geográfico, sino uno legítimamente impugnable por el resto de naciones del globo. Pero garantizaba un expansionismo ordenado de las dos naciones marítimas más pujantes de la época.

Juan decidió apostar fuerte. Su heredero, el duque de Beja (futuro Manuel el Afortunado) era su primo, y estaba casado con la hija de los Reyes Católicos, Isabel, de la que tenía un hijo, Miguel, nieto de Fernando e Isabel la Católica, futuro sueño de unidad peninsular de ambos monarcas. El rey de Portugal amenazó con desheredarle y proclamar heredero del trono a un bastardo si se instauraba la línea de demarcación definitivamente. Tentados los Reyes Católicos donde más les dolía –la familia y la sucesión– Fernando tuvo que ceder. Por el Tratado de Tordesillas, la franja de demarcación se desplazó hacia el oeste otras doscientas setenta leguas, es decir, de adentrarse trescientas millas en aguas del Atlántico, pasó a estar a mil ciento diez millas de Azores y Cabo Verde. Aunque ni Juan ni Fernando lo sabían, esto dejaba una amplia franja de Sudamérica, (aproximadamente desde la desembocadura del Amazonas hasta Río de Janeiro) del lado de Portugal, con la extremidad del cabo San Roque completando el triángulo: futuro territorio de Brasil, única tierra del continente sudamericano donde se asentaron los portugueses.

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El soberano más rico y afortunado en su momento, Manuel I de Portugal, no conseguiría blindar su reino para que, en un futuro y ante la falta de sucesores, no fuera absorbido por el mucho más extenso Imperio español donde no se ponía el sol. FERREIRA, Henrique. Manuel I de Portugal (1718). Mosteiro dos Jeronimos. Portugal.

El primer reparto del mundo había terminado. Juan II falleció en 1495, y el sucesor, Manuel, se dispuso a hacer honor a su apodo encabezando la época más gloriosa y rica de Portugal en cualquier tiempo. Sólo dos años después, Vasco de Gama llegó a Calicut, y la ruta de la India y las especias de las Molucas quedó abierta muy pronto. Manuel se transformó en un potentado que sacaba a pasear a su leopardo por las mañanas, regalaba al papa animales africanos y recibía embajadas del Preste Juan. Jamás permitió que la Inquisición se implantara en su reino, mientras que un auténtico río de oro llegaba desde la India, alrededor de África, hasta el puerto de Lisboa, donde, literalmente, se nadaría en riquezas durante el próximo siglo. Pero Portugal, bien posicionada en Brasil y con todos sus medios empeñados en la ruta hacia Oriente, se despreocupó del resto del continente americano, dejando a España un espacio que esta supo pronto aprovechar. Mientras la estrella de Portugal brillaba muy alta, abajo, en la Tierra, las bases para fundar un gran imperio ultramarino, el español, quedaban hincadas profundamente en aguas del Atlántico. Un día no muy lejano, el gigante nacido tras el descubrimiento y el Tratado de Tordesillas llegaría a tragarse Portugal como si fuese una trucha.

Hubo, desde luego, otros competidores, pero de menor entidad. Al menos, por el momento. Inglaterra había pasado el siglo xv inmersa en una guerra civil, la guerra de las Dos Rosas, inacabable disputa entre dos familias, los York y los Lancaster, descendientes estos de Juan de Gante, hermano del famoso Príncipe Negro, Eduardo. En 1485, tras la batalla de Bosworth, fue coronado Enrique VII Tudor, Lancaster por parte de madre, que tomó por esposa a Isabel de York. Ambas familias llegaban así al trono, concluyendo la estéril contienda y fundándose una nueva dinastía, los Tudor, monarcas señalados por sus extraños caracteres, pero capaces siempre de hacerse perdonar por su extraordinaria sensibilidad (para la época) detectando los anhelos del pueblo.

Enrique VII, como luego el VIII, su hija María Tudor, e incluso la posterior Isabel Tudor, no fueron nunca personalidades excepcionales. El primero, de hecho, era antipático e introvertido, pero se interesaba por el mundo de la navegación transatlántica, que portugueses y castellanos dominaban por completo. En 1497 contrató a un navegante de la escuela de Colón, Giovanni Caboto Montecalunya, natural de Gaeta, que conocía el mundo musulmán y los relatos de Marco Polo. Sus lecturas y experiencias le habían llevado al convencimiento de que las costas presumiblemente asiáticas al otro lado del océano se aproximaban a Europa por el norte. Por lo tanto, el viaje hacia poniente debía hacerse desde Inglaterra y no saliendo de las islas Canarias, como había hecho Colón. Estaba en lo cierto.

Establecido en el puerto de Bristol, Caboto consiguió que, espoleado por el descubrimiento colombino, Enrique financiara la travesía de un pequeño barco con dieciocho personas a bordo, el Matthew. Saliendo al Atlántico por el canal de Bristol, dejó por estribor la isla de Irlanda y cruzó el océano en cincuenta y dos días hasta cabo Bretón, llegando a parajes yermos y fríos que llamó New Found Land, es decir, «tierra recién encontrada», o Terranova. Como sospechaba, hizo un viaje mucho más corto que Colón, abriendo para los anglosajones la ruta del Atlántico Norte. Pero el hallazgo, por el momento, no iba a hacer historia; al regreso, Enrique, que tampoco pasaba por muy generoso, le dio diez libras de recompensa. El italiano hizo otro viaje a Florida con los mismos pobres resultados y el rey se desinteresó definitivamente por el asunto. Su hijo Sebastián tampoco lograría grandes resultados, emigrando a España. Inglaterra se desmarcaba así del mundo al otro lado del océano, cuyo atractivo tardó larguísimos años en deslumbrarle.

Sin embargo, ello no impediría que otro monarca Tudor, Enrique VIII, fundara una potente escuadra, la Royal Navy, con buques tan soberbios como el Great Harry, armado con casi un centenar de cañones. Ni que una generación de auténticos navegantes, asentados en los enclaves costeros de Plymouth, Portsmouth y el estuario del Támesis (Londres y Chatham), se interesaran en la construcción de naves mercantes, desarrollando una espléndida generación de buques. La construcción naval inglesa, de hecho, iba a florecer a mediados del siglo XVI, permitiendo al comercio inglés introducirse en las derrotas marítimas del orbe. Así fue cómo un país que, inicialmente, volvió la espalda por completo al mundo atlántico, aprendió por vía práctica a manejarse en él tan bien, al menos, como los propios navegantes portugueses y españoles, pero sin tantas responsabilidades. Ello le situaba en una inmejorable posición no sólo para fortalecer su propio comercio, sino para atacar el opulento tráfico transatlántico de España y Portugal. Había nacido un pequeño David que, con la honda de sus pequeños buques y una gran pericia náutica, acabaría por desafiar al imponente Goliat del Imperio español. Además, Inglaterra, al apartarse de la Iglesia católica con Enrique VIII y su hija Isabel Tudor, quedó al margen de los tratos y tratados para repartirse el mundo. Para un navegante inglés, la palabra del papa valía tanto como la de su propio rey, y no existían líneas de demarcación capaces de detenerle.

Por último estaba Francia. Carlos y Francisco, reyes de España y Francia durante la primera mitad del siglo XVI, se pasaron guerreando casi todo el tiempo. No tiene nada de extraño que, en cuanto pudo, el soberano francés mandara una expedición al Nuevo Mundo para obstaculizar los designios de su adversario, pues tampoco entendió que el papa repartiera el mundo sin contar con él. La capitaneó otro italiano, el florentino Giovanni Verrazano, que, en fecha tan tardía como 1523, cruzó el Atlántico hasta la actual Nueva York, terrenos a la sazón sólo ocupados por los indios manhattans. A su regreso, el navegante cesó en su servicio a Francisco. Se sospecha que se dedicó a la piratería y acabó su existencia en alguna horca antillana, aunque un enorme puente neoyorquino lleva hoy su nombre.

El pionero francés más famoso fue Jacques Cartier, conocido en Francia como El Colón del Canadá, que, entre 1532 y 1534, entró por el río San Lorenzo, donde se fundaba, siete años después, la ciudad de Quebec. En 1555 los hugonotes (protestantes franceses) trataron de instalarse en Río de Janeiro, siendo expulsados por los portugueses, y, en la década siguiente, trataron de hacer lo mismo en la Florida, siendo devueltos a la mar por la armadilla del adelantado de la Florida, don Pedro Menéndez de Avilés. Los franceses, de hecho, sólo lograron abrirse camino en el Canadá, de donde acabarían también siendo expulsados por los británicos durante la guerra de los Siete Años a mediados del siglo XVIII. En la época de los descubrimientos, Francia, con vocación de gigante hegemónico como España, no lo conseguiría jamás, siempre derrotada de una u otra forma por el coloso hispano. De hecho, tendría que esperar hasta la llegada del Rey Sol, Luis XIV, durante el siglo XVII, para superar y, de hecho, remplazar, el poderío de España en la mar.

UNA POTENCIA IMPONENTE

El año de 1500, España emprendía un nuevo siglo con vocación de gran potencia hegemónica; su principal adversario, Portugal, estaba demasiado ligado a ella por motivos familiares y satisfecha en sus recursos como para plantearle hostilidades, acabando por caer bajo su dominio medio siglo después. Francia, por su parte, desgarrada internamente por la guerra civil y las contiendas religiosas, no sería otra cosa que un competidor siempre en derrota y al margen durante los próximos cien años, completamente expulsado del océano tras la batalla de las Azores en 1582.

El Imperio español, pletórico de recursos, se adivinaba imponente. Por el Mediterráneo, extendía su dominio a las islas Baleares, Cerdeña y Sicilia. En África, mantenía los enclaves de Tánger, Ceuta, Melilla y Orán. Toda la parte baja de la bota italiana, el reino de Nápoles, era también español. En el interior de Europa, una cadena de territorios y propiedades permitía al rey de España partir en dos Europa; iniciando el Camino Español en el reino de Milán, de allí se pasaba al Franco Condado (en el corazón de Francia) y de este a Luxemburgo, para concluir la ruta en los Países Bajos. A lo que había que añadir la península ibérica y la inmensa extensión de los territorios americanos, desde las islas del Caribe como Cuba, La Española o Puerto Rico, hasta Centroamérica desde California a Honduras y América del Sur desde las actuales Colombia y Venezuela a las remotas y feraces tierras de Chile. Más allá, en el remoto océano Pacífico, España poseía islas como el archipiélago filipino, las Marianas, las Marquesas y un largo etcétera.

Un imperio, cierto, donde no se ponía el sol; pero, también, inevitablemente, demasiado disperso y muy afectado por las larguísimas líneas de abastecimiento, la escasa defensa y la penuria de las comunicaciones. De todo ello sabría aprovecharse, en su día, el adversario más difícil: la Inglaterra de los Tudor, pequeña potencia emergente que nunca lo hubiera parecido, a la que España quiso imponerse sin conseguirlo.