LLUÍS BOADA

 

 

 

LA SENECTUD DEL CAPITALISMO

Un reto a la juventud


 

 

Publicado por

ECONOMÍA DIGITAL, S. L.

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08008 barcelona

 

© Lluís Boada

 

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Economía Digital, S. L.

 

 

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PARA ELEONOR

 


CONTENIDO

 

De la sabiduría

Del desarrollo

Del valor

De la naturaleza

De los derechos y deberes

De la creación

Del ser

De la felicidad

 


De la sabiduría

 

 

 

 

 

 

Fachada del Nacimiento

 

Te escribo teniendo ante mis ojos el templo expiatorio de la Sagrada Familia. Evoco esta circunstancia no solo para situar el lugar que he elegido para escribir, sino porque, dada la lógica preocupación por la economía que se respira en el ambiente y que parece enturbiar tu horizonte vital, el templo de Gaudí plantea cuestiones muy interesantes a elucidar.

En los primeros años de construcción fue llamada “la catedral de los pobres”. Entonces Joaquim Mir pintó un cuadro al que dio este título. Es un templo que se ha ido construyendo gracias a la generosidad piadosa que innumerables y anónimos ciudadanos de este país practicaron durante décadas. Así pudo construirse la fachada del Nacimiento con sus torres asombrosas, erigiéndose en un atractivo de fuerza universal. Desde hace años, millones de visitantes de todo el mundo vienen aportando el dinero suficiente para que la construcción haya seguido un ritmo acelerado y sea posible fijar una fecha aproximada para la finalización de una obra que había adquirido el estatuto de obra interminable.

Así, pues, un templo expiatorio, modestamente financiado, pero engrandecido por el genio de Gaudí, además de cumplir una función religiosa, espiritual y estética, se ha convertido en un importantísimo captador de dinero. En primer lugar, para su propia financiación mediante las entradas vendidas. Y, en segundo lugar, para la ciudad y el país entero pues, atraídas por él, verdaderas multitudes visitan otros edificios y museos, se alojan en hoteles, comen en restaurantes, utilizan los medios de transporte, hacen compras y se entremezclan con la gente en las calles dando un aire cosmopolita a Barcelona.

De modo que la Sagrada Familia es un espléndido ejemplo de una de las paradojas de la economía, a saber, que algo que no fue hecho con fines lucrativos se convierta en una fuente incesante de riqueza.

 

 

El abecé de la economía

 

A mi padre le costó mucho aceptar que yo no siguiera al frente del negocio familiar. Lo levantó de la nada y en estrecha unión con mi madre y, gracias a ello, los hijos pudimos estudiar y vivir dignamente.

Uno de los orgullos de mi padre era que nadie que se hubiera presentado correctamente al cobro saliera sin cobrar. Fue un hombre de gran seriedad y me enseñó el abecé de la economía: trabajar, tratar de ganar lo merecido, vivir bien pero sin excesos ni derroches, ahorrar lo posible, recibir una retribución justa por depositar el ahorro en una entidad financiera, por ejemplo del 2 %, mientras esta entidad prestaba los ahorros como el mío a gente emprendedora a un tipo de interés discreto, por ejemplo del 4 %. Con estos ahorros convertidos en capital y con buenas ideas y entusiasmo los emprendedores podían ganar un 8 %, un 10 % o un 15 %, beneficio suficiente en cualquier caso para pagar los intereses e ir devolviendo el préstamo a la entidad financiera, con lo que esta me abonaría lo mío y aún podría dedicar el 2 % restante a ampliaciones o a obras sociales. Mientras, con el excedente sobrante, el emprendedor podía desarrollar su empresa y ganar autonomía financiera.

Esta era la base de una economía capitalista saludable con crecimientos sólidos, pero no espectaculares. De hecho, así se regía la economía en mi infancia, por lo menos en mi entorno social. Mi padre siempre fue fiel a este modo de hacer. Por eso, cuando llegaban las grandes inflaciones de precios y las consiguientes devaluaciones de la moneda, sus ahorros perdían mucho valor como si una parte se hubiera evaporado. Sin embargo, siguió prosperando paulatinamente a lo largo de su vida y, al ser consecuente con el abecé de la economía, me dio una lección definitiva que nunca he olvidado. No endeudarse o hacerlo moderadamente y con todas las garantías de poder devolver el préstamo.

 

 

La disciplina es ahorro

 

Vas viendo, pues, la importancia del ahorro en la economía personal y en la de la sociedad en su conjunto. Ahora bien, el ahorro no solo concierne al dinero, también al tiempo, a la energía, a los materiales y a los bienes que nos ofrece la naturaleza, y a otras cosas más intangibles como los disgustos, los conflictos, los enfados o las riñas.

La disciplina y el orden son algo muy simple. No se dan naturalmente, pero no es tan difícil incorporarlos con naturalidad. Eso sí, requieren buenos ejemplos y aplicarse a ello con coherencia y constancia. Vale la pena, créeme, y para comprobarlo solo hay que pensar en las consecuencias de uno u otro comportamiento.

Ser ordenado ahorra un tiempo enorme. Ya sabes lo que ocurre cuando tu habitación está desordenada y no encuentras algo que necesitas: pérdida de tiempo, nerviosismo, malhumor y, a menudo, de tanto remover tus cosas, más desorden aún. Además, el orden tiene otra virtud: ayuda a ordenar y a serenar tu mente y tu estado de ánimo. En mi opinión, este es el mayor beneficio que puede producirte.

La disciplina es algo que uno se impone, o que te imponen, para ordenarse. Tiene tres dimensiones: ordenarse uno mismo, ordenar tu relación con el entorno material y ordenar las relaciones sociales. Hoy, a diferencia de otros tiempos regidos por el autoritario “ordeno y mando”, cuando en la esfera familiar e incluso en la escuela todo se razona, se explica, se justifica, incluso se pacta, parece que deberíamos ser más proclives a actuar disciplinadamente, a aceptar el orden. Sin embargo, no siempre es así. Tal vez fallen los ejemplos, las actitudes ejemplares, empezando por las de padres y maestros.

También fallan la percepción de pertenecer al grupo y las responsabilidades derivadas de nuestra dimensión social. Acuérdate solamente de estos chicos y chicas que en trenes, autobuses y metros ponen los pies encima del asiento de enfrente. ¿No piensan que lo ensucian y que allí van a sentarse otras personas o tal vez ellos mismos, otro día? Y, lo que es peor, si lo piensan ¿no les importa? ¿Su cortedad de miras no les permite entender que, además de ensuciarlo, el asiento se estropeará y se habrá de cambiar antes de tiempo, lo que va implicar un mayor gasto social?

No hace falta ser una persona obsesionada con el orden. Vivir implica un cierto caos individual y colectivo, de ahí las catarsis y los carnavales, que son caos ritualizados, admitidos desde la Antigüedad y que han llegado hasta nosotros bajo la forma de la fiesta. También en la naturaleza conviven el orden y el caos. Se suceden los días y las noches, y las estaciones con sus ritmos nos traen sol y lluvia, calor y frío, vida y letargo. El caos estuvo en todos los comienzos y sigue siempre al acecho. No obstante, nosotros necesitamos un cierto orden para subsistir y mucho más orden para ser humanos. Sin obsesiones, basta con ser ordenados. El caos recreador debe ser breve o bien dejarlo para las grandes ocasiones.

 

 

Cuerpo y mente

 

Recuerdo a mi madre diciéndome “ordena tus cosas”, “déjalas en su sitio”. Por tanto, yo sabía qué debía hacer, o más bien lo había oído porque es muy distinto haberlo oído que saberlo. Quien sabe es sabio, es decir, hace lo bueno que ha oído, y no siempre era mi caso y seguramente tampoco el tuyo...

Oímos y leemos muchas cosas convenientes, inteligentes, buenas, pero aplicamos muchas menos. Quizá te suene raro, pero para describir esta inconsecuencia me gusta hablar de inteligencia desencarnada. Este fenómeno ha sido una verdadera desgracia para los intelectuales de Occidente, al menos a lo largo del siglo xx y me temo que también es uno de los problemas de nuestro sistema educativo. Solo sabemos realmente cuando actuamos de conformidad con lo que creemos saber. Entonces sí podemos decir que lo hemos incorporado o encarnado.

En otros tiempos y en otras culturas se ha velado para evitar la disociación que hace que la mente vaya por un lado y el cuerpo, o mejor nuestro comportamiento efectivo, por el otro. Algunos filósofos griegos, como Pitágoras, fueron a su vez grandes atletas y Sócrates llevó su coherencia de pensamiento hasta el extremo de renunciar a salvar la vida.

En Oriente se ha mantenido viva hasta tiempos recientes la integración de cuerpo y mente. Por el contrario, en Occidente se ha ahondado en la separación de cuerpo y alma a medida que se imponía la idea de la superioridad del alma sobre el cuerpo. La idea tenía cierta lógica porque se basaba en el supuesto de la inmortalidad del alma y en la obvia mortalidad del cuerpo. Y hay un principio económico fundamental según el cual lo que perdura tiene más valor que lo perecedero.

Ahora todo está muy cambiado. Pocos creen en la inmortalidad del alma y la economía ha querido hacer, de la brevedad de los valores, un valor. Así le ha ido. Por eso también, ante cierta perplejidad de los economistas actuales, cuando las cosas van mal, el oro, simbólico y perdurable, aumenta de precio.

 

 

Economía de los gestos

 

¿Qué podemos hacer nosotros para ser un poco sabios en un contexto de insensatez? Pues muy sencillo: empezar a aplicar en nuestra vida cotidiana y cuanto antes mejor lo bueno que oímos. Por ejemplo, lo que me decía mi madre sin que yo le hiciera mucho caso: cuando saques una cosa de un lugar, vuelve a ponerla en él una vez utilizada; hazte la cama al levantarte; repón lo que se ha gastado; limpia lo que ensucias; tapa el frasco que has abierto; mantén ordenados la mesa de trabajo, los cajones, el armario, el cuarto, la mochila; y, si te haces una herida, desinféctala y cuídala para que se cure pronto.

A través de estos consejos y otros muchos que tanto nos irritan oír en la adolescencia, me transmitía un principio vital y económico fundamental: a cada gesto corresponde otro en sentido contrario. Sin tenerlo en cuenta, no es posible medir bien la fuerza que requiere cualquier acción, pues a esta le corresponde una reacción de igual fuerza. Acción y reacción son indisociables. Es un principio de la ciencia física que Newton formuló en una de sus leyes, la tercera. Admite una adaptación muy libre, cotidiana y casera, que es la que aquí estoy empleando, enmarcada en una economía de los gestos. Si no lo tienes en cuenta y solo aplicas la fuerza para la acción, otro deberá aplicar la que requiere la segunda parte, es decir, dejar las cosas como estaban, o bien se producirá el caos. Fíjate solo en qué ocurre cada mañana con tu cama: o la haces tú o la hace otro o se queda sin hacer… y, en este caso, deja una sensación caótica. Imagínate qué sucedería si todo el mundo optara por “pasar” del mismo modo y el desorden se extendiese a todos los cuartos, a los baños, a todas las casas, y luego a las calles y a los lugares de estudio o de trabajo...

No sabes cómo lamento que, a pesar de haber oído los consejos de mi madre tantas veces en la infancia y la adolescencia, no los haya aplicado sistemáticamente hasta mucho más tarde. Olvidarlos es la base del desorden. Olvidar el principio que expresan es también la base de una economía a medias, es decir, de una falsa economía. Olvidarse de devolver lo prestado, no reponer lo gastado, no pagar lo debido…, en fin, no seguir aquel principio, lleva al engaño, a la injusticia o al caos. A la vista está.

 

 

Balones, sandías, vacas, hierba y compañía

 

Nuestro principio de acción y reacción dentro de la economía de los gestos es muy cercano a otro que constituye una clave ética personal y, al mismo tiempo, es la clave para la mejora de las relaciones sociales y de la relación con el entorno: devolver lo recibido y, a poder ser, multiplicado.

Hace ya bastantes años jugó en el Atlético de Madrid un buen futbolista brasileño llamado Dirceu. No era un crack, pero tenía una técnica de primer nivel, era capaz de correr muchísimo y aportaba una novedad táctica pues era un extremo izquierdo retrasado de amplio recorrido, siguiendo el modelo de un predecesor suyo, Zagalo, que fue campeón del mundo, primero como jugador y, más tarde, como entrenador. Aunque el Atlético no era un mal equipo, la diferencia técnica entre los jugadores brasileños y los españoles era entonces muy grande, tanto que sorprendía a Dirceu, quien para expresarlo dijo sobre sus compañeros de equipo una frase que se volvió famosa: “Paso balones y me devuelven sandías”.

Me gustó mucho esta frase, al principio la encontré graciosa y, con los años, he ido dándole vueltas a la asimetría que describe hasta llegar a la conclusión de que, a partir de ella, pueden definirse las actitudes posibles ante la vida. Las ordeno por el valor que me merecen. Primera actitud, recibir sandías y devolver balones. Mejora lo anterior. Segunda, recibir balones y devolver balones. Lo mantiene. Tercera, recibir balones y devolver sandías. Lo empeora.

El fútbol, como la mayoría de juegos de equipo, es una metáfora de la sociedad que pone de especial relieve una de sus bases, la colaboración o la cooperación, que en el fondo son lo mismo: laborar u operar juntos. Ahora bien, en este juego la actitud de cada uno tiene efectos decisivos en el resultado. Si todos mejoramos lo que recibimos, el resultado puede ser fantástico. Si mantenemos lo bueno que recibimos, podemos ir tirando con dignidad y hasta podremos ser lo que la moda conceptual ahora llama sostenibles. Pero, si empeoramos lo que recibimos, empezaremos a decaer, primero personalmente y después socialmente.

Entonces puede abrirse la puerta a otra actitud, la peor de todas, una actitud que conduce a todas las desgracias e incluso al horror: recibir sandías y devolver sandías. Cuando esto ocurre, se va cambiando de juego, y puede suceder, no sería la primera vez, que en vez de sandías se manden pedruscos o alguna de sus formas actualizadas, bombas, misiles o tiros en la nuca. ¡Ya ves lo que nos jugamos con nuestras actitudes!

La actitud ética de tratar de devolver multiplicado lo bueno que recibimos no se restringe a los planos personal y social sino que va más allá. Voy a contarte otra famosa ocurrencia futbolística, en este caso del gran Di Stéfano, y no te hablaré más de fútbol, prometido, con una breve excepción muy justificada hacia el final. En el Real Madrid, y en circunstancias anteriores pero parecidas a las de Dirceu, viendo que mientras él hacía correr el balón por el césped con su precisión habitual algunos de sus compañeros se lo devolvían alto, perdiendo así tiempo y precisión, tomó el balón en sus manos, detuvo el juego, reunió a sus compañeros y les preguntó: ¿De qué está hecho el balón? De cuero, respondieron. ¿De dónde viene el cuero? De las vacas, le dijeron. ¿Qué comen las vacas? Hierba, fue la respuesta. ¡Pues quiero el balón en la hierba!, exclamó.

De este modo tan particular y divertido, Di Stéfano defendía el juego raso, rápido y preciso que corresponde a los grandes equipos de fútbol. Pero si te fijas, aunque no fuera esa su intención, estaba recordando de paso que los elementos (balón, césped) de juego social (fútbol) proceden de la naturaleza.

 

 

Otro final del Neolítico

 

Ir al campo todavía permite reencontrarnos con un mundo agrícola. Ahora los campesinos utilizan tractores y por la carretera pasan coches, motos y camiones, pero aún alcancé a ver de pequeño como araban con los animales y recuerdo que salía a saludarlos al pasar montados en sus carros tirados por mulas o caballos cuando regresaban a sus casas al final de la jornada. Podía distinguirlos de lejos por el distinto sonido de los cascabeles con que adornaban a sus animales.

Compartí mesa muchas veces con aquellos hombres que se congregaban a almorzar alrededor de mi abuelo. Sus conversaciones no debían de ser muy distintas de las de los antiguos griegos. Conocían los ciclos de la naturaleza y sus secretos, conocían a los hombres y sus dimensiones excelsas o ridículas, conversaban y se divertían, siempre con la risa a punto, hasta que las campanas de la iglesia del pueblo cercano, marcando los puntos cruciales del día, les indicaban que debían volver al trabajo.

Durante miles de años, la vida no debió de ser muy distinta a aquella. La calma serena del aire solo era atravesada por sonidos de campanas, de cascabeles, de herraduras de animales sacudiendo la tierra, de voces claras, de cantos o blasfemias, la forma entonces más característica de comunicarse con los animales de faena por parte de los payeses catalanes.

Hace poco más de cincuenta años desapareció velozmente aquella forma de ser y de estar en el mundo. Había empezado unos diez mil años antes cuando los seres humanos desarrollaron la agricultura y domesticaron los animales. Sobre aquella base productiva se fueron creando unas relaciones sociales y una cultura que, en gran medida, aún es la nuestra.

 

 

Economía y cultura

 

La cultura tiene unas inercias que la hacen perdurar incluso cuando el modo de producir y la manera de relacionarse de la gente ha cambiado. Piensa en la comida, muchos de los platos actuales datan de siglos atrás. Piensa en las fiestas tradicionales, como Navidad o Reyes. Y qué decir de la religión católica que tiene como sustancias rituales, sacramentales, el pan, el vino y el aceite de oliva, elementos esenciales de la agricultura mediterránea, y que da al propio Dios el nombre de cordero.

En el precipitado final de aquel mundo se encuentran, en mi opinión, las raíces más profundas de la crisis de nuestro tiempo que, más allá de su dimensión económica, es una crisis cultural. En efecto, cuando una cultura ya no se corresponde con la manera de producir y de relacionarse de la gente, pierde su verdadero sentido, pero mantiene parte de sus formas por inercia. No creemos en Dios, pero seguimos celebrando la Navidad; ignoramos el significado simbólico del relato evangélico de los Reyes en su caminar hasta el Portal de Belén siguiendo una misteriosa estrella y, no obstante, les escribimos cartas, asistimos a las cabalgatas y esperamos con ansiedad que llenen nuestras casas de regalos; y las fiestas mayores de nuestros pueblos y ciudades siguen conmemorando algún santo patrón, que a veces aparece plasmado en nuestro propio nombre.

La religión del cordero, del pan y del vino era algo natural para el pastor que cuidaba su rebaño o para el campesino que plantaba insignificantes simientes y veía, al llegar el mes de junio, sus campos dorados por las espigas del trigo y, tras la siega, corría hasta el molino de harina y de allí seguía su camino hasta el horno de pan. Para aquellos hombres y mujeres el milagro de la transubstanciación del pan en el cuerpo de Cristo o del vino en su sangre era un paso más en el ciclo de transubstanciaciones que les garantizaban el alimento material. ¿Por qué aquel paso más no había de garantizarles el alimento espiritual?

Actualmente, alejada como está la inmensa mayoría de la relación productiva con la tierra, la religión católica remanente ya no puede sustentarse en aquella fe casi natural. En su lugar, exige una fe abstracta, un impulso de credulidad que, en gran medida, se alimenta de los accidentes y temores de la vida, como siempre ha sido, pero ya no de su más poderosa fuente, la naturalidad de la existencia.

Engendrar una nueva cultura, con sus religiones incluidas, comportará un largo y accidentado embarazo, tan difícil como el que lleva al parto de una nueva economía y de unas nuevas relaciones humanas o, tal vez, más. Ciertamente, ni el uno ni el otro son para mañana. De todos modos, tanto si se elige esperar como si se decide emprender su construcción, merece meditarse si es mejor hacerlo en la intemperie o al cobijo de una memorable ruina.

Ya ves que la economía no es ninguna broma. No solo garantiza nuestra subsistencia, sino que sobre ella se disponen las relaciones sociales y se edifican las grandes construcciones culturales. Por eso tampoco deberían tratarse en broma estas grandes construcciones culturales que son las religiones.

 

 

El alejamiento de la religión

 

Fui educado dentro del catolicismo. Tú tal vez también lo has sido o, más probablemente, ya no, pues hemos sido muchos los padres de mi generación y de generaciones posteriores que nos hemos alejado de la religión y no siempre hemos procurado hablarte de ella con respeto, ni te hemos enseñado a rezar oraciones tan bellas y sencillas como la del Ángel de la Guarda, y aunque hemos asistido a algunos actos religiosos, pocas veces te habremos leído episodios de los Evangelios o pasajes de la Biblia. De ser así es una pena porque, con independencia de la fe y de la práctica religiosa, el conocimiento de la religión resulta indispensable para entender nuestra cultura, como se hace patente al estudiar historia del arte.

Cuanto más pasa el tiempo, mejor percibo que el ejemplo contenido en los Evangelios es una de las creaciones humanas más evolucionadas y una de las más benéficas para regir nuestra vida y las relaciones con los demás y con el mundo. En realidad, a pesar de la objetiva crisis de fe, el mensaje evangélico del amor sigue siendo uno de los pilares que hacen soportable la existencia. Ofrece una garantía de civilidad, acota la avalancha de barbarie que nos asola y sigue siendo un foco, aunque intermitente, de sentido. A pesar de que ignoremos su origen, muchas de las cosas buenas de la vida proceden de aquel ejemplo.

No obstante, si los humanos no fuéramos capaces de hacer surgir cosas malas incluso de lo que es bueno, no existirían las palabras perversión y corrupción. Pero existen con motivo, y la religión católica, como todas las demás por cierto, ha engendrado monstruos responsables de algunos de los capítulos más crueles de la historia de la humanidad.

En parte, la situación actual de alejamiento de la religión es debida a una reacción contra los aspectos nefastos de las instituciones religiosas y de sus miembros. Pero solo en parte. El resto se debe al predominio avasallador de lo material en nuestros días con la incesante cantidad de objetos que se presentan ante nuestros ojos y encienden nuestros deseos, y con el acompañamiento de la posibilidad generalizada de adquirirlos.

Esta posibilidad de saciar los deseos materiales incesantemente estimulados ha reducido de manera drástica la fuerza de otras aspiraciones humanas de naturaleza más espiritual y constituye la razón fundamental de la crisis religiosa y del profundo abismo al borde del cual hemos dejado el impulso de trascendencia.

 

 

Los genios creían en Dios

 

La forma neolítica en que se ha presentado la idea de Dios con el cristianismo ha perdido, ciertamente, su sustancia productiva y han desaparecido las relaciones humanas que la sustentaban. Producimos de otro modo y otras cosas. Por tanto, somos cada vez más diferentes de aquellos últimos ejemplares de hombres y mujeres que aún tuve la fortuna de conocer. El hilo natural de aquella fe se ha roto. De todo ello, insisto, hace muy poco tiempo. Hasta entonces, además del pueblo, los genios de la humanidad habían creído en Dios.

No obstante, ¿a quién no le gustaría que un dios de bondad diera sentido a nuestro destino? Pues bien, aunque no alcancemos a conectarnos con este dios posible, podemos percibir tantas maravillas en este mundo que cabe hacer del hecho de maravillarse una actitud ética, un modo de vivir, no concediendo al horror más que un lugar residual y transitorio.

¿No te parece que vale la pena recordar que los genios, hasta hace poco, han creído en Dios, y detenerse a pensar en ello a la vista de la manera tan banal con que estamos liquidando todas las formas de trascendencia a cambio de tan poco, a duras penas una mezcla de orgullo, mercancías y deseos?

Sócrates, Leonardo, Shakespeare, Mozart, Einstein, el propio Gaudí y tantos otros genios que han comprendido y han embellecido el mundo nos han permitido sentirnos más acompañados en medio de la inmensidad del cosmos y más ordenados en medio del caos. Pues bien, si no estamos aislados ni solos, si formamos parte de la Creación, si hay un hilo de trascendencia que nos une al Ser, todo parece adquirir un cierto sentido.

El orden, incluso en las cosas más insignificantes, es precisamente expresión y metáfora del sentido. No estar solos, intuir un sentido para nosotros y para el mundo, nos da seguridad, calma nuestros miedos y nos impulsa a cuidar, a ordenar, a cultivar y a crear. También nos mueve a ser justos y compartir, a contemplar y descubrir, a amar y gozar. Vivir, desarrollarse, es un incesante encuentro de sentidos. Los seres humanos no hemos cesado de ahondar en ello. Este esencial encuentro del sentido de la vida, este saber vivir, es la sabiduría.


Del desarrollo

 

 

 

 

 

 

La historia y el progreso

 

Todos los padres queremos que nuestros hijos estéis mejor y que seáis mejores que nosotros. Probablemente ha sido siempre así. Lo que ha cambiado en las últimas generaciones es que ha parecido posible esperarlo. Cien años atrás, la mortalidad infantil y juvenil era muy alta, como lo sigue siendo hoy en muchos lugares del mundo, sin ir más lejos, en zonas de África. Entonces, ni tenían tiempo para pensar en el futuro de los hijos, y muchos ya se les habían ido de este mundo. Y del acceso a la educación, ni hablemos.