SILENCIO

 

 

 

SHUSAKU ENDO

 

Título original: Chinmoku

Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

Primera edición impresa: octubre de 1988

Primera edición en e-book: enero de 2017

© 1966. The Heirs of Shusaku Endo

© de la traducción del japonés: Jaime Fernández y José Miguel Vara

© de la presentación: Jaime Fernández

© de la presente edición: Edhasa, 1988, 2009, 2017

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-4713-5

Producido en España

Notas

1 Bakufu: el shogunado, el gobierno central. (N. de los T.)

2 Daimyo: señor feudal japonés. (N. de los T.)

3 En este tiempo de pasión, aumenta tu gracia a los fieles piadosos... (N. de los T.).

4 Escúchanos, Padre omnipotente, y dígnate enviarnos tu santo ángel que guarde, anime, proteja y defienda a todos los que habitan. (N. de los T.)

5 Guerras encarnizadas me acosan. Dame fuerza, ayúdame... (N. de los T.)

6 De nueve a once de la noche. (N. de los T.)

7 Shoho: Reinado del emperador Gokomyo (1643–1654). (N. de los T.)

8 Kambun (1661–1673): Reinado de los emperadores Gosai y Reigen. (N. de los T.)

9 Empo: Reinado del emperador Reigen (1663–1687). (N. de los T.)

SILENCIO

Presentación de la traducción española

Shusaku Endo, el mejor novelista católico del Japón, publicó su obra Silencio en marzo de 1966. Su éxito fue enorme. Las ediciones se sucedieron. El cristianismo fue discutido y comentado por millones de japoneses no cristianos. Aún sigue inquietando esta novela cuya venta, ya en 1971, cuando yo acababa esta traducción, alcanzaba los dos millones de ejemplares.

Endo nació en Tokio en 1923. De niño vivió en Kobe. Por influjo de una tía suya recibió instrucción católica y fue bautizado. Acabada la segunda guerra mundial estudió literatura francesa. Se sintió especialmente atraído por los escritores católicos franceses: Mauriac, Claudel, Bernanos... En 1950 viajó a Francia, para seguir sus estudios de literatura, pero tuvo que volver al Japón sin terminarlos, por falta de salud. Desde ese momento comenzaron sus verdaderos éxitos literarios: ShiroiHito (Hombre blanco), 1955, merecedor del premio Akutagawa, que le abrió las puertas del mundo literario; Kiiroi Hito (Hombre amarillo), publicada un año después, tiene por tema la distancia espiritual entre Oriente y Occidente; Umi to dokuyaku (Mar y veneno), 1957... Y siguen otras muchas narraciones cortas y ensayos. Durante cinco años la tuberculosis le incapacitó para todo trabajo. En 1966 publicó Chinmoku (Silencio) y el drama El país del oro, ambos sobre apóstatas y mártires cristianos en el Japón del siglo XVII. Silencio ganó uno de los más codiciados premios literarios del Japón, el Tanizaki, y fue considerada como la mejor novela del año. Otras novelas posteriores alcanzaron también un extaordinario éxito, como Samurai (El samurai) y Fukai kawa (Río profundo), que tanta aceptación han tenido en el mundo de la lengua española.

Parece desprenderse de estas páginas de Silencio la tesis de que el cristianismo no puede echar raíces en el Japón. Porque los japoneses –ha dicho Endo– son triplemente insensibles: a Dios, al pecado y a la muerte. La actitud de Oriente y Occidente respecto a estos tres puntos es abismalmente divergente. Actitud hecha carne en los dos personajes centrales de la novela: Kichijiro y el P. Rodrigo. Sebastián Rodrigo es radical y absolutista en sus puntos de vista, conoce demasiado bien lo que debe hacer y está muy seguro de lo que piensa. Kichijiro, una especie de Judas japonés, es dramáticamente débil, inseguro de sí mismo, peca una y cien veces, y una y cien veces se arrepiente. Caricaturas, si se quiere, pero que responden a una realidad innegable tan repetida en nuestros días. La queja del japonés: «Padre, usted no se fía de mí», expresa todo el problema, pero no halla resonancias en el corazón de Sebastián, despiadado tantas veces con él. Kichijiro parece que hubiera podido ser buen cristiano sólo en tiempos de paz. Más tarde Sebastián aprenderá la lección en su propia carne...

Y sin embargo, en el fondo de esta tesis, se adivina un pensamiento fecundo: Si el cristianismo es universal, ha de arraigar también en el Japón. Pero un porcentaje muy grande de japoneses lo consideran como un simple producto más de la cultura occidental. Habría que despojarlo de todo lo occidental, es decir, de lo accidental, para que su crecimiento fuera posible en un país de cultura tan diferente.

Así, la tesis de Endo tiene un alcance mayor de lo que a primera vista pudiera suponerse: También en nuestro Occidente ha de depurarse el mensaje de Cristo de toda escoria una y otra vez...

Prólogo

La noticia llegó a Roma. Un jesuita portugués, el padre Cristóbal Ferreira, enviado al Japón por la Compañía de Jesús, había apostatado tras padecer el tormento de la «fosa» en Nagasaki. Llevaba de misionero en el Japón treinta y tres años, ocupaba el puesto de provincial y había dirigido y alentado a sacerdotes y fieles.

Dotado de un talento teológico poco común, había evangelizado aun en tiempos de persecución, infiltrándose en la región de Kamigata. Todas sus cartas revelaban a un hombre de temple. Era increíble que, aun en el peor de los casos, hubiera podido traicionar a la Iglesia. En los medios eclesiásticos y en la misma Compañía de Jesús fueron muchos los que pensaron que el informe era falso. ¿Una invención de los japoneses y de los herejes de Holanda? Probablemente.

Por supuesto que en Roma estaban al tanto, por las cartas de los misioneros, de las difíciles circunstancias que atravesaba la misión en Japón. Todo comenzó en el año 1587; Hideyoshi, gobernador del país, viró el rumbo de la política precedente, e inició la persecución del cristianismo. En la colina Nishizaka de Nagasaki veintiséis sacerdotes y fieles fueron crucificados y quemados vivos; luego, en todas las regiones del país innumerables cristianos fueron sacados de sus casas para ser atormentados y asesinados salvajemente. El shogun Tokugawa, siguiendo la misma política, decretó en 1614 la expulsión de todos los misioneros.

Las crónicas de los misioneros cuentan que, en los días 6 y 7 de octubre de ese mismo año, setenta sacerdotes japoneses y extranjeros, previamente concentrados en Kibachi, puerto de Kyüshü, fueron embarcados en cinco juncos con rumbo a Macao y Manila. Emprendían el camino del destierro. Era un día de lluvia. El mar tenía color ceniciento. Azotados por la lluvia, salieron los barcos de la ensenada, rebasaron el promontorio y fueron desapareciendo en el horizonte. Pero, pese al severo edicto de expulsión, quedaban ocultos en el Japón treinta y siete misioneros incapaces de abandonar a su rebaño. Ferreira, uno de ellos, continuó informando a sus superiores sobre los cristianos y misioneros que iban siendo apresados y torturados. Conservamos en la actualidad una carta suya, enviada al padre visitador, Andrés Palmeiro, fechada en Nagasaki el 22 de marzo de 1632:

En mi última carta le informé sobre la situación de la cristiandad en este país. Ahora le comunico lo sucedido desde entonces. Todo podría resumirse en nuevas persecuciones, nuevas represiones, nuevos padecimientos. Comenzaré a partir del año 1629, en que cinco religiosos fueron encarcelados por la fe que profesaban. Sus nombres: Bartolomé Gutiérrez, Francisco de Jesús y Vicente de San Antonio, de la orden de San Agustín; Antonio Ishida, de nuestra compañía; y un franciscano, Gabriel de Santa Magdalena. El magistrado de Nagasaki, Takenaka Uneme, trató de hacerles apostatar. Quería desalentar a los fieles y ridiculizar nuestra fe y a sus servidores. Pero pronto comprendió que con meras palabras no doblegaría la resolución de los padres. De modo que ideó un método distinto: la tortura del agua hirviente en el «infierno» de Unzen.

Ordenó que los cinco sacerdotes fuesen trasladados a Unzen, que se les sumergiese en el agua hirviente, pero que no se les diese muerte bajo ningún concepto. Además, serían torturadas Beatriz da Costa, esposa de Antonio da Silva, y su hija María, por negarse a apostatar tras múltiples requerimientos.

El día 3 de diciembre partió el grupo rumbo a Unzen. Las dos mujeres en palanquín y los cinco religiosos a caballo. Al llegar al puerto de Hinomi, a sólo una legua de distancia, los ataron de pies y manos, les pusieron cepos en los pies y los hicieron subir a una embarcación. Uno tras otro fueron amarrados fuertemente a la borda.

Al atardecer llegaron al puerto de Obama, a los pies del monte Unzen. A la mañana siguiente emprendieron la subida. En el monte los siete fueron recluidos en chozas aisladas. Atados de pies y manos, fueron sometidos a una estrecha vigilancia. El camino que conducía a la montaña estaba bloqueado por patrullas que prohibían el paso a quien careciese de un salvoconducto de los funcionarios.

La tortura comenzó al día siguiente. Fueron conducidos de uno en uno al borde del estanque en ebullición. El agua hervía como un pequeño mar hirviente. Ante ese espectáculo, les obligaron a escoger entre renegar de Cristo o sufrir en la propia carne los efectos del baño abrasador.

El ambiente frío, helado, del exterior hacía más espantosa la visión del estanque hirviente. Si no fuera por la asistencia invisible de Dios, su sola presencia hubiera producido el desmayo. Pero, fuertes por la gracia divina, todos respondieron que les torturasen, porque no abandonarían la fe que profesaban. Los guardias los despojaron de sus ropas, los amarraron de pies y manos a un poste y, sacando el agua hirviendo en cucharones, la fueron derramando sobre aquellos cuerpos desnudos. Pero no de un golpe. Los cucharones tenían horadado el fondo con muchos agujeros, para que el sufrimiento se prolongase.

Los héroes de Cristo soportaron el espantoso suplicio sin desmayo. Tan sólo María, muy joven aún, cayó desplomada de tanto dolor. «¡Apostató! ¡Apostató!», gritaron los funcionarios. La recluyeron en una choza, y al día siguiente la enviaron de nuevo a Nagasaki. María negó que hubiese apostatado, e insistió una y otra vez en que la torturasen con su madre y con los demás. Pero no le hicieron caso.

Los seis restantes permanecieron en la montaña treinta y tres días, durante los cuales Beatriz y los padres Antonio y Francisco fueron torturados con el agua hirviendo seis veces, el padre Vicente cuatro, y los padres Bartolomé y Gabriel dos. Pero ninguno dejó escapar el más leve quejido.

Los más largamente torturados fueron Beatriz y los padres Antonio y Francisco. En especial, Beatriz da Costa, que, amenazada y sometida a diversas torturas, mostró en su condición de mujer un valor superior al de cualquier hombre. Por eso, además del suplicio del agua hirviente, le fueron aplicados nuevos tormentos, y durante largas horas, en pie sobre una pequeña roca, recibió los insultos y las mofas de la gente. Pero cuanto mayor era el furor de sus agresores, menos cedía ella.

Los demás no fueron atormentados con tanta severidad por ser de constitución débil y estar enfermos. El magistrado no deseaba darles muerte, sino hacerles apostatar. Por este motivo había venido al monte un médico para curar sus heridas.

Uneme comprendió al fin su impotencia. Incluso sus hombres le dijeron que eran tales la fuerza y el valor de los padres, que todos los manantiales de Unzen se agotarían antes de que cambiasen de sentimientos. Decidió entonces que volviesen de nuevo a Nagasaki. El 5 de enero confinó a Beatriz da Costa en una casa de mala fama y encerró a los cinco sacerdotes en una prisión de la ciudad, donde aún continúan. Éste ha sido el espléndido final de un combate que ha hecho que nuestra fe se propague entre la multitud, los fieles se fortalezcan y las esperanzas del tirano queden desbaratadas.

Ésta era la carta de Ferreira. En Roma no podían imaginarse a este sacerdote caído ante el infiel, apostatando de Dios y de su Iglesia, por muchas que hubieran sido las torturas sufridas.

Roma, 1635. Cuatro sacerdotes, reunidos alrededor del padre Rubino, trazaban un plan: tratarían de llegar como fuera hasta las tierras perseguidas del Japón, para realizar en ellas un apostolado oculto. Así lavarían la deshonra que la apostasía de Ferreira había ocasionado a la Iglesia.

El proyecto, descabellado a primera vista, no obtuvo en un principio la aprobación de las autoridades eclesiásticas. Comprendían el celo y espíritu apostólico del grupo, pero no podían seguir autorizando sin más ese envío insistente de sacerdotes a un país infiel, tan erizado de peligros. Sin embargo, tampoco cabía abandonar a los cristianos cada vez más desalentados, privados de sus líderes en un Japón sembrado de la mejor semilla de todo Oriente desde los tiempos de Francisco Javier. Además, para los europeos de entonces, el hecho de que Ferreira hubiera sido forzado a apostatar en un país insignificante, perdido en el extremo del mundo, representaba no sólo el fracaso de una persona, sino la derrota humillante de la fe y de toda Europa. Por ello, tras muchas dificultades, el padre Rubino y sus compañeros obtuvieron el permiso de hacerse a la mar.

En Portugal había también tres sacerdotes jóvenes que, por razones distintas, planeaban introducirse en el Japón secretamente. Habían sido discípulos de Ferreira en el antiguo seminario de Campolide. Para Francisco Garpe, Juan de Santa Marta y Sebastián Rodrigo resultaba increíble que Ferreira, su admirado profesor Ferreira, se hubiera doblegado como un perro ante el infiel, cuando podía haber conseguido un glorioso martirio. Y sus sentimientos jóvenes eran el eco unánime de los del clero portugués. Los tres irían al Japón y comprobarían la verdad. Pero, igual que en Italia, los superiores no dieron su asentimiento a la primera. Con todo, vencidos por aquel entusiasmo, aprobaron la peligrosa misión. Era el año 1637.

Los tres jóvenes sacerdotes empezaron a preparar el largo y azaroso viaje. En aquella época los misioneros portugueses destinados al Oriente acostumbraban embarcar en la flota de Indias, que iba de Lisboa a la India. La partida de la flota era el acontecimiento anual que más conmocionaba a Lisboa.

El Japón, tierra de Oriente, que era hasta entonces como decir confín del mundo, se alzaba ante los tres revestido de aureola. Cuando desenrollaban el mapa, podían ver África, y luego la India, y más allá, esparcidas, innumerables islas y países de Asia. Y, al fin, el Japón, en el extremo este, dibujado diminuto como una larva. Para llegar a esas tierras tendrían que pasar por Goa y después surcar mares y mares durante meses. Porque Goa, desde los tiempos de san Francisco Javier, había sido considerada como la base de operaciones para todo el apostolado del Oriente.

En sus dos seminarios los estudiantes de los diversos países de Asia y los sacerdotes de Europa estudiaban todo lo referente a las tierras a las que se dirigían. Era allí también donde esperaban seis meses o un año al barco que los conduciría a sus puntos de destino.

Los tres sacerdotes se esforzaron en conocer lo mejor posible la situación del Japón. Afortunadamente, había muchas relaciones enviadas por los misioneros portugueses desde los tiempos de Luis Frois. Esos escritos decían cómo el nuevo shogun, Jemitsu, había desarrollado una política de represión más cruel aún que las de su padre y de su abuelo. Especialmente en Nagasaki, desde el año 1629, el gobernador Takenaka Uneme infligía a los cristianos los tormentos más inhumanos y atroces, sumergiéndolos en fuentes sulfurosas de agua hirviente e instándoles a abandonar su fe y a cambiar de religión. Se decía que, a veces en un solo día, el número de las víctimas no bajaba de sesenta o setenta. Estas relaciones eran sin duda exactas, puesto que el mismo Ferreira las había escrito. En cualquier caso, tenían que hacerse a la idea de que si el viaje hasta el Japón iba a ser largo y lleno de penalidades, la suerte que les aguardaba allí no sería mejor.

Sebastián Rodrigo, nacido en 1610 en la ciudad minera de Tasco, ingresó en la vida religiosa a los diecisiete años. Juan de Santa Marta y Francisco Garpe eran compañeros de Rodrigo y junto con él habían recibido su formación en el seminario de Campolide. Desde el comienzo de su vida religiosa se habían sentado día a día en los mismos bancos y a todos ellos les quedaba un vivo recuerdo del padre Ferreira, su profesor de teología.

De aquel Ferreira que ahora estaría en algún lugar del Japón. Su rostro dulce, sus ojos azules y puros, ¿conservarían la lozanía de antaño, tras las torturas de los japoneses? No podían imaginar aquel rostro marcado para siempre por la huella de la degradación. No podían creer que el maestro Ferreira se hubiera alejado de Dios, que hubiera perdido su bondad de corazón. Rodrigo y sus compañeros deseaban llegar al Japón cuanto antes y cerciorarse de su existencia y de su suerte.

El 25 de marzo de 1638 zarpó la flota de Indias desde el estuario del río Tajo, entre las salvas de cañón del fuerte de Belén. Después de recibir la bendición del obispo Juan Dasco, embarcaron en la Santa Isabel, la nave capitana. Las naves salieron del agua amarilla del estuario al mar azul del mediodía. Recostados sobre cubierta, no se cansaban de mirar cabos y montañas dorados de sol, las paredes rojas de las alquerías, las iglesias. Desde sus torres llegaba hasta cubierta, mecido por el viento, el tañido de adiós de las campanas.

En aquella época la flota de Indias debía dar un gran rodeo por el sur de África. Al tercer día de navegación, fueron sorprendidos por una gran tormenta en la costa occidental.

El 2 de abril tocaron la isla de Porto Santo, algo después Madeira, y el día 6 llegaron a las islas Canarias, donde padecieron días de lluvia torrencial que caía de un cielo inmóvil.

No soplaba la más leve brisa: el calor era insoportable. La enfermedad hizo estragos en todas las naves. Entre los viajeros de la Santa Isabel, pasaban de cien los postrados en camastros sobre cubierta. Rodrigo y sus compañeros se unieron a la tripulación para atender a los enfermos, ayudando a sangrarlos.

El 25 de julio, fiesta de Santiago, las naves doblaron el cabo de Buena Esperanza. Pero el mar se desató en tormenta huracanada. Se quebró la vela mayor, que cayó sobre cubierta. A Rodrigo y sus compañeros, e incluso a los enfermos, se les pidió colaboración para salvar el resto del velamen. Y cuando a duras penas habían superado el peligro, la nave se estrelló contra un escollo. Si las otras naves no hubieran acudido en su auxilio, la Santa Isabel se habría hundido allí mismo. Pasada la tormenta el viento se calmó.

Colgaban lacias las velas del mástil y sólo su sombra intensa y negra se proyectaba sobre los rostros y los cuerpos de los enfermos tirados como cadáveres sobre cubierta. Pasaron días y más días en que un sol deslumbrante se abatió sobre un océano sin el menor rastro de olas. La travesía se prolongaba y llegaron a escasear el agua y los víveres. Por fin, el 9 de octubre, arribaron a su destino: Goa.

En Goa conocieron más detalladamente la situación del Japón. Había comenzado en enero una sublevación de treinta y cinco mil cristianos; tras una lucha encarnizada contra las fuerzas del bakufu,1 sostenida sobre todo en Shimabara, todos los rebeldes, mujeres y hombres, viejos y niños, hasta el último, habían sido pasados a cuchillo. Tras la refriega, toda la región había quedado tan asolada que apenas quedaba rastro humano; los cristianos supervivientes eran tenazmente perseguidos. Pero la noticia más desoladora para Rodrigo y sus compañeros fue que el Japón, como consecuencia de ello, había roto sus relaciones comerciales con Portugal y prohibido a las naos portuguesas la entrada en el país.

Los tres padres, hondamente descorazonados, sabiendo que no habría un solo barco portugués que siguiera ruta al Japón, continuaron hasta Macao.

Esta ciudad era el último baluarte de Portugal en el Extremo Oriente y constituía además una base comercial entre el Japón y China. Allí les esperaba el visitador Valignano con una terrible noticia. Les dijo que el trabajo misionero en el Japón era una empresa desesperada, y que la iglesia de Macao no pensaba seguir mandando más misioneros a la buena de Dios. Diez años antes, el padre Valignano había fundado en Macao un seminario apostólico para la formación de misioneros con destino a China y al Japón. Y no sólo eso, sino que desde que comenzó la persecución contra la Iglesia, toda la administración de la provincia jesuítica del Japón pasaba por sus manos.

Sobre Ferreira, a quien intentarían localizar tras su llegada al Japón, Valignano les proporcionó los siguientes datos: desde 1633 había quedado roto todo contacto con los misioneros ocultos. Unos marineros holandeses, vueltos a Macao desde Nagasaki, contaron que Ferreira había sido apresado y sometido al tormento de la «fosa» en aquella ciudad. La información posterior era confusa y no había modo de comprobarla, ya que el barco holandés zarpó el mismo día en que colgaron a Ferreira sobre la fosa. Lo único que aquí sabían era que Inoue, señor de Chikugo, el nuevo magistrado para asuntos religiosos, había tomado a su cargo el interrogatorio de Ferreira. En cualquier caso, la iglesia de Macao no podía permitir una travesía al Japón en tales condiciones. Éste era el sincero parecer de Valignano.

Hoy día podemos leer algunas de las cartas de Sebastián Rodrigo en el archivo del Instituto de Investigaciones Históricas de Ultramar. Arranca la primera de la escena que acabamos de relatar, cuando Valignano les informa a él y a sus compañeros sobre la situación del Japón.

CAPÍTULO I

Relación de Sebastián Rodrigo

Pax Christi. Gloria a Cristo.

Como le escribía en mi anterior, llegamos a Goa el día 9 de octubre del año pasado, y de allí partimos para Macao, a donde arribamos el primero de mayo. El viaje, lleno de penalidades, dejó agotado a nuestro compañero Juan de Santa Marta, los accesos de malaria le causaron frecuentes sufrimientos. En cambio, Francisco Garpe y yo nos encontramos perfectamente en este colegio misionero, donde recibimos una cálida acogida.

El único contratiempo fue que el padre Valignano, rector del colegio, que lleva aquí unos diez años, al principio se opuso a nuestro viaje al Japón. En su aposento, que domina todo el puerto, nos dijo:

–Hay que renunciar a la idea de enviar más misioneros al Japón. Para los mercantes portugueses el viaje por mar es extraordinariamente peligroso, y se van a encontrar con más de un obstáculo antes de alcanzar las costas japonesas.

La oposición del padre rector era razonable. Desde 1636 el gobierno japonés, sospechando la complicidad de los portugueses en la insurrección de Shimabara, ha cortado de raíz todo intercambio comercial con ellos. Además, el mar, desde Macao hasta las inmediaciones del Japón, está infestado de fragatas inglesas y holandesas que cañonean a nuestros mercantes.

–Sin embargo, padre Valignano, lo que usted dice no concluye en que tenga que fracasar una entrada de incógnito en el país, si es que Dios nos ayuda... –replicó Juan de Santa Marta, enrojecidos los ojos de fiebre–. En esa tierra los cristianos acaban de perder a sus padres, y se sienten solos, como los corderos de un rebaño. Tiene que ir alguien a alentarles y hacer que ese rescoldo de fe no se extinga.

Valignano escuchaba en silencio. Mucho habría tenido que sufrir, angustiado por su deber como superior por un lado, y la suerte de los pobres cristianos japoneses acorralados por otro. Por eso, guardaba silencio aquel veterano misionero, clavado de codos en la mesa, con la frente sobre las manos.

Desde el aposento se veían a lo lejos el puerto de Macao y el mar enrojecido del crepúsculo moteado por los juncos como manchas negras.

–Y otra cosa. Para nosotros es un deber. Tenemos que averiguar cómo sigue nuestro profesor el padre Ferreira.

–Sobre Ferreira no he tenido ulterior información. Las relaciones no dicen de él más que vaguedades. Y el caso es que, por el momento, no hemos previsto comprobar si son o no son verdad.

–Entonces, ¿vive?

–Ni siquiera lo sabemos. –Valignano dejó escapar un suspiro, y levantó la cabeza–. Las cartas que me enviaba regularmente desde 1663, cesaron de pronto. Hoy día no hay modo de saber si ha muerto por alguna enfermedad, si los infieles lo tienen en prisión, si, como vosotros suponéis, habrá alcanzado la gloria del martirio o si sigue vivo y no encuentra modo de enviar noticias.

Ni una sola vez mencionó Valignano que Ferreira, como se rumoreaba, se hubiera doblegado ante las torturas. Al igual que nosotros, no quería empañar con esas sospechas la memoria de su antiguo compañero.

–Además... –y ahora parecía hablar consigo mismo–, ha aparecido recientemente en el Japón un personaje que es el azote de los cristianos. Su nombre es Inoue.

Era la primera vez que oíamos ese nombre. Valignano nos dijo que, en comparación con Inoue, Takenaka, el anterior gobernador de Nagasaki, que había asesinado a tantos cristianos, no pasaba de ser un tipo brutal e ignorante.

Tratando de retener en nuestra memoria el nombre de este japonés a quien probablemente acabaríamos encontrando a nuestra llegada al Japón, pronunciamos una y otra vez esos sonidos extraños: I–N–O–U–E.

Valignano estaba bastante bien informado respecto a él, gracias a las últimas noticias que habían enviado los cristianos de Kyüshü. Según éstas, Inoue se había convertido desde la rebelión de Shimabara en el cerebro de la persecución y, con una astucia refinada, que en nada recordaba a su predecesor Takenaka, estaba, al parecer, haciendo que apostatasen uno tras otro cristianos que hasta entonces no se habían doblegado ni habían claudicado ante torturas y amenazas.

–Y lo más triste –prosiguió Valignano– es que este hombre fue en tiempos pasados uno de nuestros catecúmenos y hasta llegó a recibir el bautismo.

Quizá, en fecha posterior, pueda volver a contarle algo sobre este personaje... El caso es que, después de todo, hasta este buen padre, prudente como todo superior, se dejó vencer por nuestro entusiasmo –sobre todo el de mi compañero Garpe–, y nos dio al fin permiso para viajar de incógnito al Japón. La suerte estaba echada. Hasta ahora, con tantas dificultades, hemos conseguido llegar hasta este Oriente con la única meta de dar gloria a Dios y evangelizar al Japón. De aquí en adelante nos aguardan probablemente peligros y dificultades ante los cuales nuestro viaje desde África por el océano Índico es un juego de niños. «Si os persiguen en una ciudad, huid a otra.» En mi corazón surgen incesantemente las palabras del Apocalipsis: «Señor Dios, a Ti sean dados el honor, el poder y la gloria».

Como le escribía anteriormente, Macao está situada en la desembocadura del río Chukiang. Es una ciudad construida sobre islotes esparcidos a la entrada de la bahía y, como en todo el Oriente, no hay murallas que la cerquen. No se sabe hasta dónde llegan sus límites, y las casas de los chinos se extienden sin fin. No lograría hacerse una idea por más pueblos o ciudades de nuestra patria que se imagine. Se dice que la población es de unos veinte mil habitantes, pero este número no es de fiar. Lo único que puede recordar algo a nuestra patria son el palacio del gobernador, los edificios comerciales de estilo portugués y las calles empedradas. Hay también un fuerte con sus cañones dirigidos hacia la bahía, pero afortunadamente hasta el día de hoy no ha habido que usarlos ni una sola vez.

La mayor parte de los chinos no demuestran interés por nuestra religión. En este aspecto, el Japón es, en frase de san Francisco Javier, «el país de Oriente más adaptado al cristianismo». Y, lo que son las ironías del destino, por haber prohibido el gobierno japonés a sus propios barcos la salida al extranjero, todo el comercio de la seda en Extremo Oriente ha quedado en manos de los mercaderes portugueses de Macao, por lo que el valor total de la exportación va a superar este año los cuatrocientos mil serafines frente a los cien mil del año pasado y de hace dos años.

En esta carta de hoy tengo que darle una noticia maravillosa. Ayer pudimos dar con un japonés. Antes, por lo visto, venían a Macao muchos religiosos y mercaderes japoneses, pero, desde que el país se cerró, sus visitas cesaron y los que se habían quedado aquí acabaron retornando a su país. Cuando se lo preguntamos, Valignano mismo nos dijo que en esta ciudad no había japoneses y sólo por pura casualidad nos hemos enterado de que hay un japonés viviendo con los chinos. Permítame relatarle cómo dimos con él.

Ayer, a pesar de la lluvia, fuimos a la zona china de la ciudad, en busca de algún barco clandestino que fuese al Japón. Y claro está, si uno quiere un barco tiene que contratar capitán y tripulación. Macao bajo la lluvia... La ciudad, ya de por sí miserable, resulta aún más patética si cabe. Mar y ciudad se ensombrecen, los chinos se encierran en sus casas, que parecen pocilgas, y en las calles, puros barrizales, no se divisa una sombra humana. Cuando me quedo mirando estas calles, no sé por qué, pienso en la vida y me invade la tristeza.

Buscamos a un chino del que teníamos ya referencias y, al exponerle nuestro asunto, nos dijo enseguida que un japonés residente en Macao estaba deseando volver al Japón. Al punto, cediendo a nuestro ruego, fue su hijo a llamarle.

¿Cómo describirle al primer japonés que he visto en mi vida? En la habitación entró tambaleándose un borracho cubierto de harapos. Su nombre, Kichijiro. Su edad, veintiocho o veintinueve años. Por lo que respondió a las breves preguntas que le hicimos, supimos que era pescador, de la región de Hizen, cerca de Nagasaki, y que, antes de la rebelión de Shimabara, fue recogido por una nave portuguesa cuando flotaba a la deriva sobre el mar. Borracho y todo, era un hombre de mirada ladina. Durante nuestra conversación, con frecuencia desviaba la vista.

–¿Eres cristiano?

A la pregunta de Garpe, nuestro hombre se hundió en un repentino mutismo. No podíamos entender por qué le había desagradado la pregunta. Al principio, no daba muestras de locuacidad, pero ante nuestra insistencia, se lanzó a hablar a ráfagas, a contarnos el derrotero que había tomado la persecución en Kyüshü. Por lo visto, nuestro hombre contempló la escena de veinticuatro cristianos condenados al suplicio del agua en Kurasaid, una aldea de Hizen, por orden de su daimyo2 El suplicio del agua consiste en atar a los reos a postes clavados en el mar. La marea comienza a subir hasta que el agua les llega hasta los muslos. Los prisioneros se van agotando y tras unos siete días mueren en la más terrible agonía. ¿Pudo imaginar el mismo Nerón una forma de suplicio tan atroz?

A lo largo de la conversación advertimos un detalle extraño. Mientras contaba en voz baja aquella escena estremecedora, su rostro se crispó. De pronto apretó fuerte los labios y agitó su mano como para ahuyentar de su memoria un recuerdo espantoso. Entre aquellos veintitantos cristianos condenados al suplicio del agua, quizás hubiera algún amigo o conocido suyo. Quizás habíamos puesto el dedo en una llaga que nadie debía tocar.

–Entonces, tú eres cristiano, ¿verdad? –le interrogó Garpe–. Seguro que sí. No lo puedes negar.

–No –Kichijiro negó con la cabeza–. No, no lo soy.

–En todo caso, estás deseando volver al Japón. Afortunadamente, nosotros tenemos dinero para comprar un barco y pagar una tripulación, así que, si te decides a venir con nosotros...

Bastaron estas palabras para que los ojos del japonés, de un amarillo turbio por la borrachera, centelleasen de astucia. Seguía en cuclillas en un rincón del cuarto, abrazado a sus rodillas. Y se limitó a mascullar, casi como excusándose, que por favor le permitiésemos regresar a su país, que quería ver a sus padres y hermanos que había dejado en el pueblo.

De modo que entramos en tratos con aquel ser huidizo. En aquel tugurio, una mosca zumbaba constantemente alrededor de nosotros. Tirada en el suelo yacía la botella que acababa de beber. Pero no había opción. Al llegar al Japón no sabremos distinguir la derecha de la izquierda y tendremos que ponernos en contacto con los cristianos, que se encargarán de escondernos y procurarnos lo necesario. Para este primer paso, tendríamos que servirnos de este hombre.

Kichijiro, abrazado todavía a sus rodillas, de cara a la pared, siguió rumiando un largo rato las condiciones del contrato. Al fin, asintió. Para él iba a ser una aventura sumamente peligrosa, pero quizá se resignase a todo, pensando que, si dejaba escapar esta oportunidad, jamás podría regresar al Japón.

Gracias al padre Valignano, parece que por lo menos podremos echar mano de todo un junco. Y sin embargo, ¡qué frágiles son los planes de los hombres! Hoy nos han informado de que el barco está medio comido por las termitas. Y como aquí es casi imposible conseguir hierro y pez...

Le escribo las noticias, día a día, a cuentagotas. Esto se ha convertido en un diario sin fechas. Al leerlo tendrá que armarse de paciencia. Hace una semana le decía cómo nuestro junco estaba terriblemente comido por las termitas, pero, gracias a Dios, se ha encontrado un medio de hacer frente a esta dificultad. Provisionalmente, reforzaremos con tablas el interior y haremos así la travesía hasta Taiwán. Y si el apaño sigue aguantando, estamos animados a seguir directamente al Japón. Sólo nos queda pedirle al Señor su protección para que no nos coja una galerna en el mar de la China oriental.

Hoy he de comunicarle una noticia triste. Ya sabe usted que Santa Marta, totalmente agotado por tan larga y dolorosa travesía, cayó enfermo con malaria. Estos días ha vuelto a recaer con escalofríos y fiebre alta y sigue en cama, en un cuarto del seminario. Usted, que lo conoció antes tan fuerte, no puede imaginarse lo terriblemente demacrado que está. Tiene los ojos enrojecidos y llorosos. Ni pensar en llevarlo al Japón en estas condiciones. Valignano dice que si no lo dejamos aquí hasta que se restablezca, no puede permitir nuestro viaje.

–Nosotros iremos primero –le suele consolar Garpe– y lo tendremos todo preparado, para que vengas cuando mejores.

¿Le aguantará la vida hasta entonces? ¿O seremos nosotros los que caigamos en manos de los infieles, como tantos otros cristianos? ¿Quién puede adivinarlo?

Una barba espesa le ensombrece el rostro. Sumido en silencio, Santa Marta se queda con los ojos clavados en la ventana. ¿En qué pensará? Usted, que lo conoció durante tantos años, podrá comprenderlo. El día en que nos hicimos a la vela en el estuario del Tajo, con la bendición del obispo Dasco y de ustedes... El viaje largo, lleno de penalidades... La nao visitada por la sed y enfermedades sin cuento... ¿Por qué soportamos todo esto? ¿Por qué hemos llegado hasta esta ciudad oriental que se diría en ruinas? Raza digna de compasión, nosotros, los sacerdotes, nacidos en este mundo para el servicio del hombre, sólo para servir. Y sin embargo, no existe un ser tan miserable y solitario como el sacerdote cuyo servicio se torna imposible. Ahí tiene el caso de Santa Marta. Desde su llegada a Goa, se hizo más honda si cabe su devoción a san Francisco Javier, y visitaba a diario su tumba, pidiéndole que a toda costa le concediese llegar al Japón.

Todos los días oramos para que recobre la salud cuanto antes. Pero su enfermedad no presenta ninguna mejoría. En fin, Dios Nuestro Señor sabe llevar a los hombres por el camino que más le conviene, camino que a nuestra pobre inteligencia no le es dado escrutar. Ya sólo quedan dos semanas para nuestra partida. Quizás el Señor, con un milagro de su omnipotencia, se digne arreglarlo todo.

La reparación del barco que adquirimos marcha viento en popa. Gracias a las tablas que conseguimos recientemente, la parte comida de termitas ha cambiado totalmente de aspecto. Veinticinco marineros chinos, encontrados gracias a Valignano, nos llevarán hasta las costas japonesas. Están delgados como enfermos que no hubieran comido en meses, pero esas manos de alambre tienen una fuerza sorprendente. Con sus brazos delgados transportan como si nada las más pesadas cajas de alimentos. Recuerdan exactamente unas tenazas de hierro. Ya sólo queda esperar el viento propicio para hacernos a la vela.

También nuestro japonés, Kichijiro, mezclado con los marineros chinos, ayuda a cargar el barco y remendar las velas. Nosotros seguimos observando el modo de ser de este hombre, del que quizá dependa en el futuro nuestra suerte. Por ahora lo que hemos sacado en claro es que tiene un carácter taimado que nace de su cobardía. El otro día presenciamos, por casualidad, la siguiente escena. Mientras estaba bajo la mirada del capataz chino, Kichijiro aparentaba trabajar con toda el alma, pero en cuanto el capataz se daba media vuelta empezaba a remolonear. Los mismos marineros, que al principio estaban callados, no pudieron aguantar más y empezaron a meterse con él. Esto, en realidad, no tiene mayor importancia. Lo que nos sorprendió es que, cuando tres marineros lo tiraron al suelo y le propinaron violentas patadas, se puso lívido y, de rodillas sobre la arena, pidió perdón.

Pero su gesto nada tenía que ver con la virtud cristiana de la paciencia; era más bien la cobardía de una gallina. Alzó la cara, hundida en la playa, y se puso a gritar algo en japonés; tenía la nariz y los pómulos cubiertos de arena y babeaba una saliva sucia. Nos explicamos ya el porqué de su silencio repentino cuando hablamos con él la primera vez sobre los cristianos del Japón. Quizá mientras iba hablando sintiera un miedo cerval a sus mismas palabras. En fin, gracias a que intervinimos a toda prisa, aquella pelea tan desigual acabó apaciguándose y desde entonces Kichijiro nos obsequia con una sonrisa servil.

–¿De veras eres japonés? ¿Seguro?

Cuando se lo preguntó Garpe con el tono de disgusto que era de esperar, Kichijiro, sorprendido, afirmó una y otra vez que sí. Garpe se había tomado demasiado al pie de la letra la semblanza del japonés que presentaban tantos misioneros: «un pueblo que no teme ni a la muerte». Es verdad que hay japoneses cuya entereza no se ha doblegado a pesar de cinco días seguidos de tortura, con sus pies en el agua del mar; pero hay también cobardes como Kichijiro. A un ser como éste hemos de confiar nuestra suerte cuando lleguemos al Japón. Ha prometido ponernos en contacto con cristianos que nos oculten, pero a estas alturas no sé hasta qué punto es de fiar su promesa. De todos modos, no piense que ha decaído nuestra moral. Más bien me divierte pensar que he puesto mi futuro en manos de un individuo como Kichijiro. Claro que, bien pensado, hasta el mismo Cristo se abandonó a sujetos que no eran de fiar. En fin, si en este caso no existe otra solución que confiar en Kichijiro, en él confiaremos.

Sólo hay una cosa que me preocupa: Kichijiro es un tremendo borracho. Por lo visto, después del trabajo gasta cada día en sake hasta el último céntimo de la paga que le da el capataz. Sus borracheras resisten toda descripción, y sólo queda pensar que este hombre bebe para olvidar algún recuerdo obsesivo que lleva en el fondo del alma.

Las noches de Macao llegan con el sonido triste y prolongado de la corneta del centinela del fuerte. En este monasterio, como en nuestro país, es de regla que, acabada la cena y tras la bendición en la capilla, sacerdotes y hermanos se retiren a sus aposentos cada uno con su vela. Ahora acaban de cruzar el empedrado del patio los criados, treinta en total. Se han apagado las luces de los aposentos de Santa Marta y Garpe. Esto sí que es finis terrae, el fin de la tierra...