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Akal / Hipecu / 43

Maurizio Ferraris

Nietzsche y el nihilismo

Traducción: Carolina del Olmo y César Rendueles

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Félix Duque

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Sergio Ramírez

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ISBN: 978-84-460-4045-3

 

 

I. Los dos dogmas del nihilismo

Los primeros testimonios del término «nihilismo» aparecen, según la reconstrucción de Kuhn (1992, 18), en el verano de 1880; en cambio, es preciso remontarse hasta el otoño de 1865, quince años atrás, para toparse con las primeras referencias temáticas, que reaparecen poco después, en el invierno de 1867-1868. En cuanto a su origen, se localiza en la reflexión sobre el pesimismo de Schopenhauer (id., 37-38), tal y como corroboran las lecturas de Müller, Koeppen y Spir. No obstante, resulta sumamente problemática la pretensión de considerar (por fuerza retrospectivamente y de forma arbitraria) como «nihilismo» las elaboraciones que Nietzsche desarrolló cuando aún no disponía de ese nombre. También según la investigación de Kuhn (1992, 121-131), los ámbitos del nihilismo nietzscheano serían los de la teoría del conocimiento (con reflexiones que se remontan al invierno de 1869-1870 y a la primavera de 1870); la religión, la metafísica y la ciencia (cuyo inicio, estrechamente relacionado con algunas consecuencias de la filosofía kantiana, habría tenido lugar entre el verano de 1872 y los primeros meses de 1873); la estética como filosofía del arte (que dataría del invierno de 1869-1870 y la primavera de 1870: el arte como contramovimiento frente a las tendencias nihilistas del conocimiento y como sustituto de las religiones y la metafísica); por último, la moral, la política y la economía (comienzo: verano y otoño de 1873). Como se puede observar, nos encontramos ante dos esferas distintas: por una parte, una investigación sobre lo que hay (ontología) y su eventual desaparición; por otra, una reflexión en torno a la suerte de la humanidad moderna en la época del desencanto y de la muerte de Dios (axiología). Ahora bien, en contra de este primer dogma del nihilismo, no se puede dar por hecho que para Nietzsche el nihilismo axiológico constituyera un proceso unitario ni, mucho menos, que se tratase de algo malo. Hay también un segundo dogma. En el origen de la aparición del nombre estarían, según Kuhn, las traducciones francesas de Turgueniev, entre las que se cuenta Padres e hijos (1863). Por lo demás, es un dato ampliamente difundido (Müller-Lauter, 1971, 66-68) que la reflexión nietzscheana sobre el nihilismo bebió de fuentes ruso-francesas: Dostoyevski, Turgueniev, Herzen, Bourget (este último, según Andler sería la fuente principal con sus Essais de psychologie contemporaine; si bien Müller-Lauter observa que Bourget ya hace referencia a los rusos). Estas consideraciones resultan totalmente coherentes con la hipótesis de Montinari (1987, 270) según la cual Nietzsche habría tomado contacto con el nihilismo ruso a través del capítulo que Bruntière dedica a Chernishevski en Le roman naturaliste (1884). Hasta aquí, todo parece marchar bien, de manera que sólo queda, como una cuestión secundaria, establecer con exactitud de qué fuente ruso-francesa pudo tomar Nietzsche esta denominación. Müller-Lauter, sin embargo, añade una observación que puede resultar valiosa en muchos aspectos: a partir de estas influencias, Nietzsche no entiende ya el nihilismo en su alcance original, tal y como se había manifestado en las críticas de Jacobi, von Baader, Chr. H. Weisse e I. H. Fichte a la filosofía del idealismo alemán, sino que se vincula a una segunda historia en la que el tema de fondo no es ya la ontología (la prueba de la existencia del mundo externo y la superación de las hipótesis que afirman que el mundo no es más que representación) sino la axiología (la cuestión de la crisis de los valores y de la ausencia de sentido de la vida). Después, según su proceder habitual, proyecta sobre la antigüedad el episodio moderno, vinculándolo a Epicuro, Pirrón, los cristianos y, de entre los modernos, a Bacon, Pascal y Kant, hasta que con Carlyle, Comte, Spencer, Schopenhauer, de Vigny, Leopardi y Eduard von Hartmann, el nihilismo ideal o anticipado llega a coincidir con el nihilismo real y conocido (Müller-Lauter, 1971, 82-83). Así las cosas, el segundo dogma del nihilismo consistiría justamente en sostener que Nietzsche ha tratado de resolver el problema ontológico en el seno del debate axiológico, de modo que la crisis de los valores comportaría a su vez un decreto de desaparición del mundo. Como se lee en el diccionario filosófico de Krug (cit. en Volpi, Pref. a Heidegger, 1961, 23), la afirmación «nihil est» se destruye por sí misma; no obstante, Krug continúa hablando de un nihilismo social y religioso (haciendo referencia al francés nihilisme). En definitiva, como escribe Deleuze (1962), el «nada» del nihilismo no designa el no-ser, sino «el valor de la nada». Pero, si bien se puede entender claramente que el nihilismo concierne al problema del sentido, no está completamente probado que para Nietzsche la ausencia de sentido (moral) comportase –ni regularmente, ni tan siquiera preferentemente– la ausencia de sentido estético y ontológico, es decir, la aniquilación del mundo. De forma característica la interpretación heideggeriana, así como otras muchas que de ella dependen, parte de la identificación, ya sea tácita o dogmática, del nihilismo ontológico y el nihilismo axiológico; de este modo, es obvio que una exposición de la ontología de Nietzsche tendrá que plantear­se si las cosas se presentan en estos términos. Pues bien, incluso por medio de un análisis sumario, aunque imprescindible cuando se pretende examinar el nihilismo nietzscheano, se revela palmariamente que Nietzsche, a pesar de las apariencias, jamás alienta una duda radical acerca de la existencia del mundo; que el mundo se haya convertido en fábula no es motivo suficiente para hablar de una disolución de la ontología.

Vayamos a los textos y, muy en especial, al anuncio del hombre loco en el § 125 de la Gaya ciencia, que proclama a la humanidad la muerte de Dios, es decir, de un ente supremo, mas no de la totalidad de los entes (hay un hombre que predica, una humanidad que escucha y un mundo en el que se desarrolla la acción):

¿No sopla contra nosotros el espacio vacío? ¿No se ha vuelto todo más frío? ¿No se sigue haciendo de noche, cada vez más de noche? ¿No tenemos que encender lámparas por la mañana? ¿Nada oímos del ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No olemos aún el hedor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se ­descomponen!

No se trata, pues, de un problema de nihilismo ontológico. Normalmente, se considera que Hegel y Jacobi (por aludir a autores tradicionalmente implicados en el debate) se encuentran, en buena medida, en las antípodas el uno del otro en lo que a la cuestión del ser se refiere: el primero la vincula en primera instancia, al menos en la época de Glauben und Wissen (1802), a la iniciativa constructivista de la imaginación transcendental; el segundo, a partir de la polémica con Fichte, se afirma en la convicción de que el mundo existe, sin necesidad de pruebas racionales. Sin embargo, ambos asumen que el sentido fundamental de la época moderna reside en la muerte de Dios (o sea, en el hecho de que Cristo, el hijo, y no ya el creador del mundo, ni menos aún el mundo mismo, Deus sive Natura, haya muerto sin resucitar), de tal modo que el mundo ha quedado enteramente entregado a la iniciativa humana, según el argumento que Stirner desarrollará en Der Einzige und sein Eigentum: «Al comienzo de los nuevos tiempos aparece el “hombre-Dios”. En su ocaso, ¿desaparecerá del hombre únicamente Dios? ¿Y puede el hombre-Dios morir verdaderamente si en él muere solamente Dios?».

Ahora bien, cuando Nietzsche considera el mundo como «un monstruo de fuerza, sin principio y sin final» (fr. póstumos, junio-julio 1885, 38 [12], Op VII.3, 292), está exponiendo un juicio que en absoluto concuerda con el pretendido lamento de la muerte de Dios. Tanto es así que en el aforismo 22 de Humano, demasiado humano II había escrito que en el origen era el sinsentido, y que Dios era justamente este sinsentido. La carencia de fines no sólo no tiene nada de oneroso, sino que se propone como un objetivo: la inocencia del devenir solamente se apoya, schopenhauerianamente, en la necesidad y en la causalidad (fr. póstumos, primavera-verano 1883, 7 [21], Op VII.1, 234). Aún es más, con la muerte de Dios tiene lugar precisamente una espiritualización (una desontologización, una transformación en valor) de lo divino (así lo expresa el discurso de Kirillov en los Demonios sobre el reino de Dios como condición del corazón, o la sentencia de la Estética hegeliana según la cual el carácter propio del cristianismo es la alegorización de lo divino, que deja así de ser algo existente). La axiología recibe aquí una nítida limitación por parte de la ontología, incluso en el ámbito teológico. Poco después del anuncio del hombre loco (FW, § 136), Nietzsche elogia la concepción hebrea del Dios como monarca (comparable a Luis XIV); el pueblo proyecta sobre él el culto a su propia potencia. Se trata de una perspectiva desarrollada sistemáticamente en el Anticristo: es una «necedad» de los teólogos cristianos interpretar como un progreso el paso del Dios de los hebreos al Dios cristiano como suma de todo bien (AC, 184). El Dios cristiano es un Dios degenerado, su reino es un «hospital», un «gueto», un «subsuelo», un «reino de ultratumba»; el Dios como espíritu y como «araña» es el nivel ínfimo de la divinidad (AC, 185). Este conjunto de juicios confirma que la tesis de la muerte de Dios carece de consecuencias en el plano de la cuestión del ser que, más bien, se establece (como mundo y como vida) en término positivo de comparación frente a la espectralización de lo divino.

II. Historia de la metafísica y teoría del contagio

Si esta situación no resulta evidente, es porque bajo el término «ontología» cabe entender dos esferas profundamente diferentes. La primera es la que –en Aristóteles, como en Clauberg o en Quine– se refiere a lo que los entes tienen en común (identidad, diferencia, movimiento, reposo, etc.) y, en este sentido, está emparentada con la física y la perceptología. En esencia, Nietzsche se refiere a esta noción, si bien no temáticamente, a resultas de su predominante interés por las controversias de las ciencias naturales. Una segunda noción, más reciente y limitada, es aquella a la que hace referencia Heidegger, que no entiende por ontología una investigación sobre los entes y lo que tienen en común, sino sobre el ser que no es el ser del ente. Por mucho que Heidegger insista en diferenciar tal ser de Dios y, más en particular, desarrolle constantes críticas a la ontología como onto-teología (con arreglo a una noción históricamente injustificada), resulta bastante obvio que su ontología reúne todos los aspectos de una teología negativa; en efecto, es este el motivo de que pueda llegar a parecer evidente que la muerte de Dios es una sentencia preñada de implicaciones ontológicas. En segundo lugar, a diferencia de la ontología predominante, de carácter fisicalista, Heidegger tiende a historizar la cuestión del ser, al considerarla condicionada por textos y decisiones históricas (por ejemplo, Heidegger, 1961, 141-149), de modo que, en substancia, la historia de la ontología vendría a coincidir con la historia de la filosofía, a su vez caracterizada preponderantemente como metafísica, es decir, como una empresa consagrada al olvido de ese mismo ser que pretendía estudiar. Entonces, si la caracterización ontológica de la tesis nietzscheana acerca de la muerte de Dios se basa en la negatividad de la ontología, la historicidad de la metafísica haría de Nietzsche no tanto un autor de una época determinada comprometido en problemas específicos, cuanto más bien, el desenlace último de una serie de acontecimientos puesta en marcha, grosso modo, por Platón. Heidegger añade –y, obviamente, no se trata de una cuestión irrelevante– que Nietzsche fue plenamente consciente de ambas circunstancias (de la ontología como teología y de su propia ubicación en una historia de la metafísica que comprendía plenamente). En este punto se plantea una primera cuestión, humilde, pero crucial: ¿cómo ha llegado hasta Nietzsche la historia de la metafísica? Si la metafísica no es ante todo naturaleza, Nietzsche no puede haber alcanzado sus conocimientos a través de los sentidos. Ahora bien, escribe Heidegger, «Nietzsche sabía lo que es la filosofía. Este saber es raro. Sólo los grandes pensadores lo poseen» (Heidegger, 1961, 22). ¿Qué ocurriría si, negándonos a aceptar el argumento de autoridad, probásemos a hacer ciertas comprobaciones? Heidegger atribuye a Nietzsche una plena y directa noticia historiográfica de sus predecesores: al entender el ser como voluntad se estaría inscribiendo en la «mejor y más grande tradición de la filosofía alemana» (id., 47), con la que tenía una relación «originaria» y «madura» (id., 72). Para comprender la legitimidad hermenéutica de este gesto –de arraigamiento imaginario a la vez que de expatriación y desterritorialización– conviene llevar a cabo algunas verificaciones:

Como filósofo, Nietzsche era un autodidacta. Debe confesar que no ha tenido la suerte de encontrar un maestro de filosofía. Sus estudios filosóficos fueron singularmente eclécticos. De Aristóteles, por ejemplo, no había leído sus escritos fundamentales de metafísica y ética, sino únicamente la retórica. A continuación se saltaba toda la patrística, la escolástica y el racionalismo para dedicarse a su propia época y al pasado más reciente: en primer lugar Schopenhauer, después Friedrich Albert Lange, Eduard von Hartmann, Ludwig Feuerbach; a Kant únicamente lo conoció a través de la exposición de Kuno Fischer y, de los textos originales, sólo había leído la Crítica del juicio (Janz, 1978-1979, I, 377).

En particular –y pronto apreciaremos la importancia de esta implicación– sus conocimientos se detienen, cronológicamente, en un filósofo helenístico como Diógenes Laercio y se reanudan con los epígonos de Kant (Janz, 1978-1979, II, 213), de modo que pasan por alto esa gran etapa de la metafísica alemana con la que, según Heidegger, Nietzsche habría mantenido una relación íntima y madura; sus númenes filosóficos (a partir de Schopenhauer) son precisamente aquellos que, según el Heidegger de la Introducción a la metafísica o de los Beiträge, representarían la decadencia filosófica que se propala entre el ocaso del idealismo y la llegada del propio Nietzsche. Si se admite, con Heidegger, que el momento culminante de la reflexión nietzscheana tiene lugar en el último período de su vida consciente, será necesario tener en cuenta que, como escribe Janz (1978-1979, II, 394), a partir del otoño de 1885 las referencias a Kant, así como a Descartes, Leibniz, Hegel y Schopenhauer van raleando, mientras que se hace «patente un uso intenso de Teichmüller y nuevamente de Spir»; Janz (1978-1979, II, 548) –de acuerdo con Stack (1983, 141-142) quien, por lo demás, observa (como Schlechta y muchos otros) que raras veces lo inédito es más significativo que lo publicado–, llega incluso a plantear la hipótesis de que en la organización formal del proyecto del Wille zur Macht, Nietzsche se habría servido paradigmáticamente de Lange.

Incluso si se otorga validez a la doctrina implícita del contagio, que determinaría las inclusiones en el canon áureo que Heidegger imputa a Nietzsche, no resulta perspicuo el motivo de las exclusiones que lo orientan. En otras palabras, aun si se acepta que –como estima Heidegger– en el motor Diesel se deposita la historia de occidente, asegurando a cualquier camionero una precomprensión de Aristóteles, eso no explica por qué Nietzsche no habría recibido la influencia de autores que con toda seguridad había leído. El canon, en efecto, es greco-alemán; prescinde de autores que significaron mucho para Nietzsche, como los moralistas franceses e italianos, así como de su interés por el empirismo y el spinozismo; más en general, excluye las fuentes contemporáneas para privilegiar una historia egregia y remota. No es en absoluto trivial –por poner un ejemplo– que la expresión gai savoir proceda de Emerson (Campioni, 1987, 139n.), ni que los artistas relevantes para Nietzsche fueran no sólo Wagner y Dostoyevski, sino también Baudelaire, Zola, los Goncourt, Stendhal, es decir, las fuentes francesas del siglo xix que Montinari (1987), en las últimas fases de su investigación, ha señalado como prioritarias. La contemporaneidad, e incluso el periodismo, supuso un filtro y un estímulo constante en su aproxi­mación a la antigüedad, de manera que la reivindicación de intempestividad tan a menudo reiterada por Nietzsche se convierte en poco menos que retórica. En efecto, a despecho de la hipótesis de una relación originaria y de un diálogo solitario entre titanes, los rasgos de la lectura nietzscheana de lo griego son típicamente modernos (Cfr. «Filología» y Barbera en Campioni-Venturelli, 1992), de manera que las mediaciones no sólo intervienen, como es evidente, al abordar fuentes lejanas como, pongamos por caso, el código de Manú en la traducción de Jacolliot (Campioni, 1987: 145), sino también al acercarse a autores relativamente próximos a su experiencia profesional de helenista. Así (Barbera, 1992, 59-60), la idea del devenir como juego (imagen homérica atribuida al carácter del tiempo en Heráclito) proviene, en Nietzsche, de una doble contaminación, los Heraklitischen Studien de Bernays y el homo ludens de Schiller; por otra parte, como recuerda Barbera (1992, 61 n.), ya Richard Oehler (1904, 63) había localizado en Schopenhauer la fuente de su entusiasmo por los presocráticos. Es posible repetir este examen a propósito de la retórica griega (Lacoue-Labarthe - Nancy, 1971; Behler, 1989), que se substancia esencialmente a partir de fuentes modernas como Die Sprache als Kunst de Gustav Gerber (2 vol., 1871-1873) y Die Rhetorik der Griechen und Römer in systematischer Übersicht dargestellt de Richard Volkmann, de 1870. En cuanto a la idea de que el origen del lenguaje y de las categorías racionales no es lógico, sino artístico, y procede de metonimias, metáforas y sinécdoques, Nietzsche la toma prestada de Gerber (Meijers, 1988) –quien, a su vez, se la debe a Jean-Paul (Behler, 1989, 113). A Heidegger parece haberle llevado a engaño la morosidad de Nietzsche a la hora de revelar sus propias fuentes (lo que se hará especialmente patente en el caso del eterno retorno, como veremos). La constante omisión de estas cuestiones que –quizá– puedan considerarse detalles, termina por alterar el sentido global de la actividad de Nietzsche y por mistificar su objeto. Sin embargo, de entre todas las exclusiones del canon que realiza Heidegger, hay una que se muestra, con mucho, como la más arbitraria y decisiva: la de la ciencia.