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Contenido extra




Disponibles en papel y en digital todos los libros del autor editados en ediciones Pàmies. En todas las librerías y grandes superficies y en todas las plataformas digitales.



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El asirio

Siglo VII a. C.


Tiglath Assur y Asarhadón, hermanastros, excelentes amigos e hijos del rey de Asiria, comparten sueños y secretos, aunque saben que parten muy atrás en la línea de sucesión a la corona. 


Pero tras la designación del heredero al trono, una plaga de suicidios y asesinatos, que conduce a Asiria al borde de la guerra civil mientras tribus bárbaras invaden el país, les despeja el camino. Son tiempos terribles en los que se suceden traiciones y matanzas sangrientas, y muchos ven destrozados sus sueños. 


Según predicen los augurios, su prima, la encantadora princesa Asharhamat, se desposará con el nuevo rey. Las pasiones chocan con la política y los hermanos se enfrentan entre sí. Tras la caída de Babilonia se produce el auge de Nínive, y los dos hermanos se tendrán que plantear elegir entre la voluntad de los dioses y sus deseos, lo que cambiará el destino del imperio.


Lee aquí el principio de El asirio.




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El macedonio

Siglo IV a. C.


Macedonia vive una época convulsa, desgarrada por luchas internas en el seno de la familia real y acosada por los belicosos reinos fronterizos.


Filipo, tercer hijo del rey Amintas y apenas un adolescente, es enviado como rehén a Tebas, donde recibirá educación militar del gran general Epaminondas. A su vuelta, rápidamente pondrá de manifiesto su capacidad de mando y su arrolladora personalidad. Y aunque no estaba escrito que fuera a reinar, un inesperado giro del destino hará que se haga con el poder, convierta a su país en la potencia hegemónica del mundo heleno y allane el camino para el gran imperio que creará su hijo Alejandro Magno.


Presentamos la reedición de un clásico de la novela histórica; una historia épica que narra la lucha de Macedonia por su supervivencia bajo la tutela de un líder que cimentará las bases de uno de los imperios más grandes jamás forjados por el hombre.


Lee aquí el principio de El macedonio.



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La estrella de sangre

Siglo VII a. C.


Tiglath Assur, despojado del trono de Asiria por su hermanastro Asarhadón, es condenado al exilio. Acompañado de su leal servidor Kefalos, Tiglath abandona la ciudad de Nínive, tratando de ponerse a salvo de los asesinos que le persiguen y hacer fortuna. Pero sabe que la estrella roja que tiene en la palma de la mano, una marca de nacimiento que muestra el favor de los dioses, puede asimismo delatarle a sus enemigos...


Sus andanzas le conducirán, entre otros lugares, al decadente Egipto, a una fortaleza comercial fenicia y a Sicilia, aterrorizada por un rey bandido. Finalmente acabará regresando a Oriente para enfrentarse a su hermano en un encuentro que no solo decidirá su destino sino el de varios imperios.


Lee aquí el principio de La estrella de sangre.



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El herrero de Galilea

Yoshua, un carpintero de la aldea de Nazaret, siente la llamada de Dios y predica la inminente llegada del Juicio Final. Esta la historia de su vida y de su terrible final a través de los ojos de su primo, y amigo más cercano, Noah el herrero: hombre recto y prudente que conoce bien un mundo en el que la traición y el asesinato son habituales en la lucha por el poder. No obstante, el herrero está dispuesto a poner en peligro su vida para salvar la de Yoshua.


El herrero de Galilea es el producto de veinte años de investigación y de un profundo conocimiento del mundo antiguo; una fascinante novela que especula sobre lo que pudo ser el complot político para acabar con la vida de Jesús y los esfuerzos de un hombre por salvarle. El Yoshua de esta novela, el Jesús de la fe cristiana, es un hombre como cualquier otro, un héroe muy humano cuya derrota a manos de sus enemigos le confiere una trágica dimensión de grandeza.



Lee aquí el principio de El herrero de Galilea.





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Nicholas Guild

Nació en San Francisco y se graduó en Lengua Inglesa y Filosofía en la Universidad de Berkeley. Ha sido profesor universitario, así como crítico literario en periódicos y revistas especializadas.


Ha publicado una decena de novelas entre las que destacan El aviso de Berlín, El tatuaje de Linz, El herrero de Galilea y los ya clásicos de la novela histórica El asirio, La estrella de sangre y El macedonio.



Web: nicholasguild.com

Twitter: @NicholasGuild



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Traducción de Pedro Santamaría





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Este libro es para mi amigo Bernard Klem.






«Donec gratus eram tibi».
Horacio, Odas, III, 8, 5



1



Fue el otoño más frío que pudiera recordarse. Éurito estaba sentado a la sombra de una roca desnuda, dándose golpecitos en la rodilla con la parte plana de su daga mientras maldecía no el frío, sino la luz de la luna. Llevaba dos días sin comer y la luna brillaba como una moneda de oro recién acuñada. El cielo nocturno estaba prácticamente privado de nubes.

El valle que tenían a sus pies se antojaba inhóspito, repleto de líneas oscuras y sombras profundas. Soplaba un leve viento que lo atravesaba, pero las ramas desnudas de sus contados y dispersos árboles apenas se movían. Lo más probable era que, a la luz del sol, el lugar pareciera diferente, pero por la noche, a la luz empañada de la luna, era la tierra de los muertos.

Su hermano Teleclo estaba dormido, ajeno a tales reflexiones.

—Salid y humedeced vuestras hojas —les había dicho su padre—. Un guerrero mata, sin remordimiento ni pena. Convertíos en guerreros.

Un cuarto de siglo atrás su padre había humedecido su hoja con sangre ilota. Éurito pensaba que se parecía mucho a Teleclo en cuanto a temperamento, dotado de la perfecta confianza del guerrero. Mediada la cuarentena, seguía siendo alto y delgado, ancho de hombros y poderoso. Con su pelo negro y ojos azul pálido, que los dos hijos habían heredado, tenía el rostro de un pájaro de presa.

—Que os hayan seleccionado a los dos para la cripteia es un honor para nuestra casa. Ya tenemos demasiados ilotas. Cuando necesitéis comida, robadla. Saqueadles, arrancadles la vida incluso, probad vuestra hombría.

Lo complicado era que los ilotas también parecían saber lo de la cripteia y, cuando oscurecía, la mayoría se encerraban en sus casas. Era raro sorprender a alguien por los caminos, de noche, y arriesgarse a entrar en sus aldeas podía significar desaparecer para siempre.

Tres días atrás a punto estuvieron de sorprender a un pastor, pero este los vio a tiempo para ponerse a salvo, escabulléndose como un conejo, aunque dejando atrás una flauta de caña y su zurrón con la comida. Compartieron una pequeña hogaza de pan y un trozo de queso de cabra envuelto en hojas.

Llevaban caminando desde entonces, cada vez más al sur, confiados en que, a un día y medio de marcha desde Esparta, los ilotas se creyesen seguros.

Éurito sabía que quizá fuera necesario colarse en alguna aldea. No podían volver a casa hasta que hubieran matado a alguien… Era mejor la peor de las muertes que enfrentarse al deshonor y al fracaso. Pero la sola idea de acercarse a los ilotas le provocaba un hormigueo en la piel.

Y su miedo le avergonzaba. El miedo no era digno de un espartano y, sin embargo, aparecía sin ser llamado. Ser descuartizado por una turba de esclavos…

Durante la ceremonia le había parecido sencillo. Los ancianos, en reunión, habían sacrificado un niño en el templo de Artemisa y habían declarado la guerra anual contra los pueblos sometidos, absolviendo así del crimen de sangre a quienes mataran a un esclavo —que eran, de todos modos, propiedad del estado—, y los diez jóvenes que saldrían en parejas a cumplir con el ritual habían sido seleccionados de entre los mejores de aquellos que acababan de concluir su instrucción militar. Éurito, considerado por sus instructores como el perfecto soldado, valiente, disciplinado y astuto, sabía que tenía garantizado un puesto y que Teleclo lo merecía casi tanto como él.

—Lo disfrutaréis —les había dicho su padre cuando Éurito y Teleclo partieron—. No difiere mucho de una partida de caza, salvo por el hecho de que se matan hombres en vez de ciervos o jabalíes salvajes… Y, creedme, los jabalíes salvajes son más peligrosos que los ilotas. En su interior son esclavos.

Así que a cada uno le había sido entregada una daga y una bota de cuero con agua y los habían enviado al sur, más allá de las colinas.

Pero Éurito sabía que aquello no sería una mera caza del ciervo. Hasta un esclavo lucharía por su vida. Y ni un hombre, ni dos, podían salir airosos ante una veintena, menos aún armados con una hoja más corta que el ala de un cuervo.

La cripteia era una prueba de sigilo, no solo de valor. De ahí su nombre: lo secreto. Uno se ocultaba de día, ya que ser descubierto suponía correr peligro de muerte, y por la noche uno se dedicaba a robar comida y a matar.

—Tendremos que entrar en una aldea —declaró Teleclo. Por lo visto, había despertado.

—Es muy arriesgado.

—Sea como sea, tenemos que comer. Además, ¿cuándo se ha oído que un espartano tema correr riesgos?

Teleclo sonrió, como si lanzara un reto. ¿Qué otra cosa podía ser? A la luz de la luna Éurito podía ver su rostro con claridad. Era como ver su propio reflejo.

Eran gemelos, en apariencia similares como las dos mitades de una misma manzana, aunque, al igual que esas dos mitades, no del todo idénticos. La diferencia reflejaba sus caracteres, opuestos. Hacía tiempo que Éurito había detectado en su hermano un destello de locura. Teleclo no estaba tan dotado intelectualmente, pero era valiente hasta la temeridad. Aparte de la habilidad con las armas, esa era la única virtud que, según él, necesitaba un espartano. Había nacido para ser un héroe, aunque jamás llegaría a liderar tropas en el campo de batalla.

Estaban cerca de un camino, más bien un sendero, un leve surco que corría de norte a sur entre dos aldeas. Los hermanos se habían ubicado de modo que pudieran ver con claridad el recorrido al completo, la distancia que un hombre podía recorrer en poco más de una hora.

—Esperaremos hasta tener la luna sobre nuestras cabezas —dijo Éurito al fin—. Si para entonces no ha pasado nadie, al menos sabremos que los aldeanos duermen.

—Ya están dormidos. Duermen como el ganado. —Teleclo rio quedamente—. Son ganado.

Al no recibir respuesta de Éurito, Teleclo se envalentonó.

—Será sencillo —continuó—. Nos metemos en una choza y matamos a quien haya dentro antes de que puedan dar la alarma. Robamos algo de comida y entonces volvemos a casa.

—¿Alguna vez has estado en una aldea ilota?

—No. —Teleclo negó con la cabeza—. Y tú tampoco.

—Cierto. Pero al menos tengo el juicio suficiente como para darme cuenta de que no tengo ni idea de lo que nos vamos a encontrar. Los ilotas son pobres. Incluso desde aquí se ve que sus chozas son pequeñas. Por lo que sabemos, puede que duerman como perros en una caseta: padres, abuelos, niños, tíos, primos… Puede que haya diez o doce en una habitación, ocupando todo el suelo, como perros. No podemos matar a tantos sin que alguno viva lo suficiente como para dar la voz de alarma. Esperaremos.

—Yo tengo hambre ahora.

—Lo mismo da, esperaremos.

El comentario se topó con un espeso silencio. Por valiente que fuera, Teleclo nunca había sido capaz de desafiar a su hermano. En su lugar, se encogió de hombros y volvió a dormir.

«Que duerma», pensó Éurito.

«Yo tengo hambre ahora».

Había pasado lo mismo cuando tenían once años y sus instructores militares decidieron que los muchachos se estaban volviendo perezosos.

—Un espartano debería ser lo bastante fuerte como para luchar con el estómago vacío —había proclamado uno de ellos—. El exceso de comida os está convirtiendo en mujeres. Los corintios pueden ser mujeres. Los atenienses pueden ser mujeres, y nadie notará la diferencia. Pero los espartanos deben ser hombres. Aprended a arreglároslas con menos.

Pasados cinco o seis días, los chicos aprendieron que no podían arreglárselas con menos. Algunos intentaron huir, volver con sus padres, lo que, por supuesto, era imposible. Algunos cayeron al suelo, hechos un ovillo, incapaces de moverse.

La solución de Teleclo fue más drástica: quería asaltar el comedor de los instructores a la hora de la cena.

—No seas necio —le dijo Éurito—. ¿Qué esperas conseguir salvo una paliza y puede que la expulsión? Entonces, cuando ya no seas espartano, ¿qué serás?

—Tengo hambre.

—Espera.

—¡Tengo hambre ahora!

—Espera a esta noche y robaremos algo de comida.

—¿Cómo lo haremos?

—Ya pensaré en algo.

Era verano, y el entrenamiento se llevaba a cabo en el exterior… Hasta a Homero le habían enseñado a la sombra de un olivo. Los chicos dormían en el suelo desnudo. Cocinaban en agujeros cavados en la tierra repletos de carbón. La despensa estaba en una tienda de campaña para mantener alejadas a las moscas.

Como era lógico, los instructores levantaban sus tiendas alrededor de la despensa, así que había que ser sigiloso.

A la hora más oscura de la noche, Éurito le dio un golpe con el codo a Teleclo para que despertara.

—Vamos.

La luna lucía plateada, así que disponían de la luz suficiente como para guiarse. El aire nocturno era gélido y Éurito temblaba, aunque más por nerviosismo, supuso. Era como la guerra solo que, probablemente, sin riesgo de muerte. No sabía cuál era el castigo por robar comida, pero sería severo.

La tienda estaba fijada al suelo con unas estacas. Lo único que había que hacer era soltar una de ellas y culebrear bajo la lona.

Una vez dentro pudieron oler el pan.

—Cogemos dos hogazas y nos vamos —dijo Éurito; su voz era poco más que un susurro.

—Y algo de cerveza, y queso.

—Teleclo, escúchame…

Pero ya era demasiado tarde. Allí donde unos pálidos rayos de luz penetraban en la tienda por entre las costuras, Teleclo revolvía entre las baldas de tarros que podían contener cualquier cosa, desde vino hasta aceite para cocinar. Casi al instante una de las baldas se desplomó con gran estrépito.

Y entonces Teleclo empezó a jurar en alto porque un tarro le había caído de canto sobre el pie desnudo.

Éurito pudo entonces oír el murmullo de alarma que surgía de las tiendas de los instructores. No tendrían más que un instante antes de ser descubiertos, y alguien había de asumir la culpa.

Aunque quizá no ambos.

Desde que cumplieron los seis años, mantener a Teleclo alejado de los problemas parecía constituir la mitad de la vida de Éurito. Fuera cual fuese el castigo que habría de caer sobre ellos, Teleclo era tan imprudente que acabaría haciendo que el suyo se multiplicara por diez. Tenía que sacarle de allí.

Éurito palpó a tientas una mesa y dio con un pesado cuchillo de carnicero. Lo usó para abrir un amplio surco en la parte trasera de la tienda y, prácticamente, sacó a Teleclo de allí a patadas.

—Escóndete —le susurró, tenso—. Mejor aún, vuelve a la cama. Aléjate de aquí.

Una vez Teleclo se hubo ido, Éurito se sentó entre las sombras a esperar lo inevitable, con el corazón encogido por el miedo.

Los instructores no se mostraron satisfechos. A Éurito le fustigaron las plantas de los pies hasta que quedaron ensangrentadas, y luego se las cubrieron con vendas empapadas en vinagre. Tardó catorce días en volver a caminar.

Soportó el castigo sin gritar una sola vez.

Una vez recuperado, se llevó a Teleclo al bosque y le dio una paliza. Teleclo ni siquiera intentó defenderse: sabía que se lo merecía.

—Me han castigado porque me han cogido —le dijo Éurito—. A ti te castigo por necio. La próxima vez, escucha.

Fue un consejo que Teleclo acató en los años que siguieron.

—Y la próxima vez, iré a robar comida solo.

Y así lo hizo, siempre trayendo comida y compartiéndola con su hermano. Y nunca volvieron a cogerle.

Así que, hambriento o no, Teleclo escucharía y no se adentrarían en una aldea ilota a no ser que tuvieran que hacerlo.

Puede que pasara media hora antes de que Éurito le despertara sacudiéndole.

—Mira allí.

Éurito señalaba hacia la aldea que quedaba al norte, donde apareció un pequeño rectángulo de luz.

—Alguien acaba de abrir una puerta —dijo quedamente, como si temiera que alguien, a mil pasos de distancia, pudiera oírle.

—Sea quien sea, lo más seguro es que solo haya salido a mear —repuso su hermano en tono molesto.

—¿Quién se molestaría en encender una lámpara para eso?

La luz pareció parpadear, lo que indicaba que una persona, quizá más de una, estaba pasando por delante de la puerta o cruzando el umbral. Entonces, de pronto, la luz se extinguió.

Acto seguido, Teleclo se incorporó, alerta como un perro de caza.

—Hay movimiento —dijo con una leve risilla—. Dos… No, tres. Se dirigen hacia el camino.

—¿Crees que se trata de una familia?

Éurito se quedó mirando a la distancia; no veía nada. Pero estaba dispuesto a aceptar lo que dijera Teleclo, que tenía los ojos de un halcón.

—Dos adultos, uno le saca una cabeza al otro. Y el tercero no es tan alto como los otros.

—Parece una familia.

—Si lo es, me pido la mujer. —Teleclo sonrió. Le gustaban esas cosas.

—Como quieras. Pero entonces mata tú también al niño. Yo me encargo del hombre.



El tío Neleo había muerto. Protos podía ver el dolor en el rostro de su padre, el modo en que sus dientes se retiraban de los labios y cómo la carne en torno a sus ojos parecía hacerse más gruesa. El tío Neleo era hermano de su padre, dos años mayor que él. Por su parte, a Protos le había impresionado el mero hecho de la muerte. A los catorce años era perfectamente consciente de que la gente moría, al igual que sabía que los dioses moraban en el monte Olimpo. Pero la muerte de su tío le había conmocionado no menos que si un cisne hubiera entrado por la puerta para, acto seguido, convertirse en el padre Zeus.

Al cabo, supuso que acabaría por llorar su muerte, como su padre, ya que había apreciado mucho al tío Neleo, quien contaba historias maravillosas. Aunque aún no. Todavía tenía que recuperarse de la sorpresa.

Su madre y la tía Nausicaa sollozaban. El tío Neleo llevaba enfermo casi un mes, nadie parecía saber qué le aquejaba, pero no esperaban que muriera. El primo Mantio, después de recorrer a la carrera el trecho que llevaba a su aldea, había entrado en su casa al caer la tarde para decirle a padre que sería mejor que se apresurase si quería ver a su hermano aún con vida. Mantio tenía la misma edad que Protos, pero este medía casi un palmo más de altura.

Y ahora Protos, su padre y su madre estaban fuera, en la oscuridad.

—Vayamos a casa —dijo su padre—. Estas horas les pertenecen a su mujer y a sus hijos. Volveremos por la mañana, y sus hijos y yo cavaremos la tumba de mi hermano.

Su padre sonrió, pero sus ojos triangulares y amables mostraban tristeza. Posó la mano en el hombro de Protos y alzó la mirada al cielo nocturno.

Su padre era su héroe, su modelo. Su padre lo sabía todo y era capaz de hacerlo todo, y con cada palabra, con cada acción, actuaba con serena y modesta nobleza. Fue de él de quien Protos había heredado su altura, del mismo modo que su cabello, del color del trigo, lo había heredado de su madre.

El sendero que llevaba al camino principal era estrecho, así que caminaron en fila, primero su padre, luego Protos, después su madre. Un año atrás, Protos hubiera sido el último. Pero ahora estaba cercano a convertirse en adulto. Cuando llegaran al camino, iría al lado de su padre, quien quizá le contase los ritos de enterramiento que habrían de llevarse a cabo al día siguiente. Ahora su padre era su maestro. Su padre, el mejor hombre del mundo.

La luna lucía enorme y pendía sobre sus cabezas. Salvo por la profundidad de sus sombras, bien podría haber sido de día.

La luna era una diosa llamada Selene. Había dado a luz a muchos niños, y cuando estaba así de grande significaba que estaba a punto de ponerse de parto. Quizá sintiese dolores que la ponían furiosa, pues se decía que cuando había luna llena abundaban los peligros.

Acababan de llegar al final del sendero cuando su padre se detuvo y colocó la mano sobre el hombro de Protos. Había dos hombres de pie al borde del camino. De pronto, como espíritus malvados, sencillamente aparecieron.

En un instante la luna, con su divina crueldad, lo reveló todo. Los dos hombres eran extraños, y lo que era más raro aún, prácticamente idénticos. Y en las manos blandían cuchillos.

—¡Protos! ¡Antea! —gritó padre—. ¡Corred! ¡Salvaos!

Madre gritó; fue un sonido que no se parecía a nada que hubiera oído hasta entonces. Se volvió y huyó. Protos era incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo.

—¡Corre, Protos! ¡Ahora!

De pronto la muerte parecía cercana. El joven corrió como un ciervo aturdido.

A sesenta pasos del camino el suelo se convirtió en una selva de rocas, árboles y arbustos. Nadie iba allí jamás, salvo los niños pequeños que querían jugar. No había otra razón para adentrarse en ese lugar. Más allá solo estaban las colinas y, pasadas estas, las yermas montañas.

Llegado al confín, antes de zambullirse en la maleza, Protos oyó algo que le hizo detenerse. Fue como un sollozo, cercenado brutalmente. Se volvió y miró en aquella dirección. Lo que vio viviría en su memoria hasta que se convirtiera en polvo.

Su padre estaba en el suelo, enroscado sobre sí mismo como un recién nacido, con la mano aferrándose las tripas, con las piernas sacudiéndose sin fuerza. Incluso a esa distancia Protos pudo ver la sangre manándole de entre los dedos.

Y su madre estaba de rodillas. Protos no tuvo que oír sus palabras para saber que rogaba por su vida. Uno de los dos extraños la había agarrado del pelo y alzaba su cuchillo.

—Teleclo, deja de jugar con la mujer —le gritó su acompañante—. Ve a por el chico antes de que se nos eche encima el resto de la aldea.

Con un tajo certero, el hombre llamado Teleclo le cortó el cuello a madre. Protos vio el chorro de sangre y entonces la mujer cayó de lado, retorciéndose sobre la tierra mientras moría.

—¡El chico, Teleclo!

Protos no esperó más. Corrió, saltando sobre rocas y árboles caídos, apenas tomando consciencia de las pequeñas y afiladas rocas que le rasgaban los pies. Se dirigió a lo más espeso de los matorrales, esperando encontrar un lugar en el que ocultarse.

Pero mientras corría supo que huir era imposible. Eran dos, y no tardarían en caer sobre él. Y eran hombres, mientras que él no era más que un niño. Acabarían con él en un suspiro.

Quizá hubiera podido huir de uno. A uno sí podría haberle despistado. Así que tendría que hacer algo respecto del que tenía más cerca. Teleclo… Por alguna razón saber su nombre le hacía menos terrible.

Así que debía detener a Teleclo. El modo de hacerlo lo tenía a su alrededor, por todas partes.

—Mi hijo Protos puede matar a un cuervo a cincuenta pasos —había alardeado padre una vez ante un vecino—. Dale un guijarro más grande que una uva y le sacará un ojo.

—No parece una habilidad muy útil para un campesino —le había respondido el vecino para, acto seguido, echarse a reír—. Ven, muchacho, demuéstrame lo que puedes hacer —siguió diciendo al tiempo que recogía una piedra y se la lanzaba a Protos—. Aciértale a esa estaca de ahí y te daré un trago de mi cerveza.

Protos tenía ocho años, y era fue la primera vez que probó la cerveza.

—Nadie puede elegir los dones con los que nace —le había dicho su padre una vez. Pero ese quizá fuera el que ahora le sirviese para salvar la vida.

Mientras corría, Protos buscaba por el suelo, y al fin la encontró: una piedra, casi esférica, del tamaño aproximado de medio puño. Se agachó, la recogió y siguió corriendo.

Su perseguidor estaba a poco más de cuarenta pasos a la zaga, y cada vez se acercaba más. Protos torció a la izquierda, corrió unos quince pasos y se escondió a la sombra de un árbol.

Solo tenía que esperar. Podía sentir el pulso latiéndole en el cuello. Era como si su corazón, de algún modo, se le hubiera quedado atrapado en la garganta.

En ese lugar el terreno era bastante diáfano. Teleclo se detuvo buscándole, probablemente preguntándose a dónde había ido a parar su presa. La oportunidad no duraría más que un instante.

Protos realizó su lanzamiento. En cuanto la piedra se deslizó entre dos de sus dedos de la mano derecha, no tuvo duda alguna.

Quizá Teleclo viera algo, u oyera algo, porque en el último instante volvió la cabeza. La piedra le acertó en el costado de la ceja izquierda. Cayó como si el impacto le hubiera matado.

Pero no estaba muerto. Protos se acercó lentamente, y cuando encontró el cuchillo del hombre sobre la hierba, aún manchado con la sangre de su madre, Teleclo ya había empezado a gemir.

Protos sopesó el cuchillo en la mano. Tocó la hoja, estaba muy afilada. De pronto supo que iba a matar a aquel hombre.

Quería que estuviera despierto, que supiera lo que le estaba pasando. Lo fácil hubiera sido rebanarle el cuello mientras permanecía inconsciente, pero eso no bastaba. No hubiera servido para saciar el odio que sentía.

Se sentó en el suelo, junto a la cabeza de Teleclo, cogiendo un puñado de largo cabello del espartano con la mano. Para entonces ya se había dado cuenta de que aquellos hombres eran espartanos, ¿Quién si no emboscaría a gente inocente y mataría por diversión?

Dejó descansar la hoja sobre el puente de la nariz del espartano, lo que le permitió rasgarle la piel hasta que empezó a manar la sangre y a inundarle los ojos.

Teleclo recupero el conocimiento alarmado.

—No te resistas —dijo Protos casi en un susurro—. Quédate quieto. Si te mueves te sacaré los ojos.

Haciendo un visible esfuerzo, Teleclo permaneció inmóvil. Jadeaba.

«Bien —pensó Protos—. Que sienta el miedo, tal y como lo ha sentido mi madre».

—No puedo ver. —Teleclo hizo amago de tocarse la cara, pero la presión del cuchillo se lo impidió—. ¿Quién eres?

—Soy tu muerte.

—¿Eres el muchacho?

—Sí. Has matado a mi madre, y por eso vas a morir.

Apoyó la punta del cuchillo contra la garganta del espartano.

—No puedes matarme —dijo Teleclo con un tono de voz que no era más que suspiro ahogado—. Solo eres un esclavo.

A modo de respuesta, Protos hundió la hoja en el cuello del espartano hasta topar con el hueso. Luego giró el cuchillo violentamente. La sangre le salpicó la cara.

Por un instante el cuerpo de Teleclo se sacudió como un pez al borde del río. Luego dejó de moverse.

—¡Teleclo!

Habiendo matado una vez, Protos se percató de pronto de que no le quedaba valor. Tan solo quería huir.

La luna, por fin misericordiosa, se escondió tras una nube y el mundo se sumió en la oscuridad. Protos no corría, sino que se escabulló en silencio, buscando el camino de vuelta al sendero. Era probable que su perseguidor esperara que huyera del peligro corriendo en dirección opuesta a él, por tanto haría exactamente lo contrario.

Al instante siguiente el aire se vio rasgado por un alarido de angustia. Un hermano había encontrado al otro. Protos ya estaba, probablemente, a cien pasos de distancia, pero podía oír el llanto. Por alguna razón que no hubiera podido explicar, el sonido le llenó de remordimientos.

Para entonces ya había llegado al camino, donde dio con los cuerpos de sus padres tendidos en el polvo. Tenían los ojos abiertos y su sangre parecía negra a la luz mortecina de la luna.

Y murió el remordimiento.

Se dirigió hacia el este, hacia las colinas.

Pero no tardó en percatarse de que no estaba solo. A veces, si el viento moría, Protos se detenía y oía el leve sonido de unas sandalias arañando el suelo pedregoso. El hermano no se había dejado despistar por su treta. De algún modo, incluso en la oscuridad, le seguía el rastro.

En una ocasión, tumbado boca abajo sobre unos cardos, Protos le vio a lo lejos, examinando el terreno.

Aquel era listo, sutil, al contrario que Teleclo, que había sido torpe y diáfano. Si en vez de él hubiera sido su hermano el primero en perseguirle, Protos sospechaba que ya llevaría muerto dos horas.

¿Qué buscaba? ¿Huellas?

El muchacho decidió mantenerse alejado de los caminos e intentar trepar por las rocas. Sería más difícil, pero quizá así pudiera sobrevivir hasta el amanecer.

Al fin, cuando las fuerzas ya casi le habían abandonado, encontró una cueva, tan pequeña que tuvo que arrastrarse hasta el interior sobre manos y rodillas. Sacó la mano y tiró de un arbusto para cubrir la entrada, esperando que bastase para mantenerlo oculto.

Y seguía llevando el cuchillo de Teleclo. Si el otro entraba siguiéndole, Protos se aseguraría de que no volviese a salir de allí.

Solo una vez que se encontró en la cueva, cuando se quedó quieto y su corazón dejó de galopar aterrado, se dio cuenta de lo fría que era la noche. Se preguntaba si acabaría muriendo congelado antes del amanecer. Sintió cierta satisfacción al pensar que, de ser así, el espartano jamás le encontraría.

—¡chico!

Podía haber llegado de cualquier lugar, pero sonó como si estuviera de pie justo delante de la cueva.

—Le has cortado el cuello a mi hermano, y te juro que no descansaré hasta verte sacrificado sobre su tumba. ¿Me oyes, muchacho? Sé que estás por aquí, en algún lugar. Soy Éurito, hijo de Dienekes, y he hecho la promesa sobre el cadáver de mi hermano de verte morir. Morirás con dolor, y pedirás a los dioses que acaben contigo mucho antes de que la muerte te llegue. ¡Te encontraré, muchacho!

Protos esperó, apenas se atrevía a respirar. El miedo agudiza los sentidos, ni un hurón hubiera sido capaz de salir de su madriguera sin que él lo oyera. Pero no oía nada. Éurito, hijo de Dienekes, había estado anunciando que se había dado por vencido. Volvería, pero no sería esa noche.

Protos no llegó a cerrar los ojos. El miedo y el dolor le mantuvieron despierto. También el frío. Sin embargo, de algún modo, aquella noche en la soledad fría y oscura de una cueva en la montaña, murió el niño y nació el hombre.



2



Una hora antes de que se pusiera el sol, Éurito estaba de pie ante la puerta de la casa de su padre, golpeando la puerta con el puño cerrado.

Al fin se abrió la puerta. Dienekes, al principio, solo parecía molesto, pero cuando vio a su hijo, la expresión de su rostro cambió. Incluso en aquellos momentos estaba listo para recibir malas noticias.

—Teleclo está muerto —proclamó Éurito falto de aliento—. Tendimos una emboscada a una familia de ilotas. Matamos a los padres, pero el chico huyó. Teleclo fue tras él.

Bajó la cabeza y miró al suelo; de pronto se vio incapaz de encontrar las palabras para describir lo ocurrido.

Dienekes era uno de los éforos, cinco hombres elegidos por la asamblea ciudadana de Esparta, y solo por debajo de los dos reyes en cuanto a poder. Por tanto, su reacción ante la noticia de la muerte de su hijo no fue la de un hombre común. Éurito no podía decir si su padre sentía más dolor o vergüenza.

—¿Me estás diciendo que ha muerto persiguiendo a un muchacho ilota?

—Sí.

—¿Un muchacho?

—Sí.

Aún había gente por las calles, aunque la mayoría eran mujeres y esclavos. Dienekes miró alrededor y, de pronto, pareció darse cuenta de que estaba a punto de saber cosas que no querría que supieran sus vecinos.

—Entra —dijo en voz baja—. Debes contármelo todo.

El interior de la casa era pequeño, y reflejaba el desprecio espartano hacia el lujo. Los pocos elementos del mobiliario eran de madera sin pintar. Éurito y su hermano habían sido sacados de allí para comenzar su entrenamiento militar cuando cumplieron los siete años. Ahora, con su madre muerta hacía tiempo, la casa bien podría haber pertenecido a un extraño. Su padre casi lo era. Éurito ni siquiera sabía si le quería.

Padre e hijo se sentaron en sendas banquetas ante el hogar de la cocina, con sus rodillas casi tocándose. No había nadie más en la casa, ni siquiera un sirviente. Éurito llevaba tres días sin comer y llevaba catorce horas caminando. Tenía los nervios a flor de piel y estaba al borde del colapso merced al hambre y la fatiga. Pero se irguió y ni siquiera le dedicó una mirada a la olla de comida. Un espartano no mostraba debilidad.

—¿Por qué lloras? —le había preguntado su madre. Casi era su primer recuerdo.

—Teleclo me ha pegado. Duele.

—En Esparta hasta una mujer se avergonzaría de llorar por un poco de dolor. El dolor no es nada. ¿Acaso quieres ser un niño para siempre?

—No.

—Entonces aprende a sobreponerte a la debilidad. Sé un espartano.

—Y ahora dime —murmuró su padre, casi como si estuviera pidiendo un favor—. Cuéntame exactamente cómo murió tu hermano.

Era la explicación que Éurito había estado temiendo. Mientras caminaba solo, de noche, había ido despertando en él la cruda verdad de que su hermano ya no existía. Había visto el cadáver de Teleclo y había sentido una intensa puñalada de dolor, pero pasaron horas antes de que se diera cuenta de su terrible soledad. Su hermano había sido un inconsciente, un temerario, un poco loco incluso, pero había sido para él como un segundo yo. Lo habían hecho todo juntos. Habían sido inseparables. Y ahora Teleclo había sido relegado a un pasado inaccesible. Había desaparecido. Era inconcebible.

A su padre, sin embargo, le traían sin cuidado los sentimientos: quería los hechos. Éurito hubiera sido incapaz de explicarlos, sus sentimientos, su estado mental, ni siquiera a sí mismo. Pero sí podía relatar los hechos. Y también era cuestión de honor contarlo todo tal y como lo había visto.

—Estaba tendido en el suelo cuando le encontré —empezó a decir, sintiendo todo el terrible peso de cada una de sus palabras—. Tenía una herida en el cuello.

—Sigue.

—Tenía los ojos cubiertos de sangre, pero eso era de un corte en el puente de la nariz, creo que el chico solo quería despertarle.

—¿Despertarle?

—Vi un corte justo encima de su ojo izquierdo. El muchacho debió de golpearle con algo. Creo que quería que estuviera despierto para morir.

—¿Y entonces le cortó el cuello?

—Sí… Creo que con la daga del propio Teleclo, porque no la encontré.

Dienekes negó con la cabeza. Parecía incrédulo.

—Mi hijo —volvió a empezar, como si estuviera sumando una ristra de números—. Mi hijo, un guerrero espartano, yace muerto en el suelo porque dejó que un joven esclavo ilota le superase en ingenio y pericia. El chico le mata con su propia arma y luego desaparece como un fantasma.

Dejó descansar las manos sobre las rodillas y se quedó mirando a las llamas, como si contemplase la magnitud del desastre.

—Y ahora Teleclo, después de cometer una insensatez, nos deja con un problema nada despreciable —dijo al fin, mirando de nuevo a Éurito—. Debemos encontrar a ese muchacho y matarlo. Nunca debemos permitir que los ilotas piensen que uno de ellos puede derramar sangre espartana sin recibir la más terrible de las venganzas.

A Éurito se le ocurrió, como pensamiento peregrino, que el muchacho acababa de presenciar la muerte de sus padres, que había matado a Teleclo para salvar la vida. ¿Qué hubiera hecho él, Éurito, hijo de Dienekes, en su lugar? Exactamente lo mismo.

—No son como nosotros —dijo su padre, como si pudiera leer la mente de su hijo—. Somos los amos, ellos los esclavos. No tienen derechos, ni siquiera el derecho a la vida. Debemos matar a ese muchacho y crucificar su cadáver delante de su aldea, allá donde sus vecinos puedan ver cómo su carne se pudre y se desprende de sus huesos. Debemos hacerlo, o algún día se levantarán y nos asesinarán a todos.

Por supuesto, su padre tenía razón. Era mejor no pensar en aquel chico como en alguien parecido a él. Los ilotas eran un pueblo conquistado. Siglos atrás habían rendido su libertad y su derecho de ser considerados hombres ante las espadas espartanas.

Aun así, Éurito seguía recordando al padre ilota, que había permanecido en su lugar. No había hecho amago de huir, casi los había retado a matarle. Se había mostrado dispuesto a perder la vida con tal de darles a su mujer y a su hijo una posibilidad de escapar.

Si la hombría era lo mismo que el coraje, y los espartanos se enorgullecían de su coraje por encima de todo, entonces aquel ilota había sido un hombre.

—Entiendo que hiciste lo posible por dar con ese muchacho —dijo su padre.

—Sí. Le seguí el rastro hasta las colinas, pero allí seguro que conocía cada recoveco. Y tuve que irme antes de que los aldeanos supieran lo ocurrido. Si dispusiera de cuatro buenos hombres podría volver y encontrarle.

—Si es que sigue allí.

Éurito sonrió.

—Es un esclavo. Seguro que jamás se ha alejado a más de dos horas de camino de su aldea. No irá muy lejos.

Dienekes pareció valorarlo.

—Sí. Cinco de vosotros deberíais ser suficientes para intimidar a los aldeanos, y le entregarán antes de arriesgarse a sufrir una masacre. Tendrán que ser hombres experimentados, y tú serás uno de ellos, aunque no los liderarás. —Escudriñó el rostro de su hijo, esperando una reacción que no llegó. Entonces asintió, como si estuviera satisfecho—. No se trata de una crítica hacia ti, Éurito. Pero será una labor cruel para la que son necesarios hombres que saben cómo se hace. —Su semblante mudó mientras sus pensamientos parecían llevarle a otro lugar—. ¿Enterraste a tu hermano?

—Seguí el ritual: tres puñados de tierra para ocultarle ante los dioses… No tuve tiempo de más. Podemos recuperar su cuerpo cuando volvamos.

—No. No merece honores. —Dienekes entrecerró los ojos—. Deja que se pudra donde cayó.



Protos salió a rastras de su cueva con las primeras luces. Una hora de cautelosa exploración le convenció de que Éurito, hijo de Dienekes, se había ido. El esfuerzo consiguió sacudir el frío de sus huesos. Al final encontró una pequeña arboleda donde pudo apoyar la espalda contra el tronco de un árbol y valorar su situación.

No podía volver a su aldea. Ni siquiera podía enterrar a sus padres, quienes probablemente aún estuvieran tendidos en el camino. Había matado a un espartano, y si le pidiese ayuda a alguien acabaría por atraer la desgracia sobre todos ellos.

Estaba completamente solo y desbordado por la pena. Su padre, el más sabio y bueno de los hombres, yacía asesinado, y su madre, aquel alma dulce y amable…

Protos empezó a sollozar de repente. Lloraba sin control, impotente ante la sensación de abatimiento que le envolvía. Quería estar con sus padres, aun en la muerte. Aunque la muerte supusiera el fin.

Al fin, cuando los espasmos le abandonaron, empezó a sentir vergüenza. ¿Qué hubiera pensado su padre al verle así? Su padre, estaba convencido, jamás se hubiera rendido a la desesperación.

Sobrevivir era un deber, no solo hacia sus padres muertos. Tan solo el cómo estaba en cuestión.

No hacía más que mirar el cuchillo, su nueva posesión. Había matado al que se llamaba Teleclo y ahora el cuchillo era suyo. Nunca había visto nada parecido.

Para empezar, estaba hecho de un metal grisáceo que pensó que podría ser hierro. Se suponía que el hierro era más duro y más fuerte que el bronce, y a los ilotas se les prohibía, bajo pena de muerte, forjarlo o siquiera poseerlo. Todas sus herramientas, incluidas las rejas de los arados, tenían que ser de cobre o de bronce.

Y era bello a su modo. Era un arma, y solo tenía un propósito. Estaba diseñado para matar.

Su madre tenía un cuchillo —de algún modo le resultaba imposible creer que estuviera muerta—, una pequeña y endeble herramienta de bronce con una hoja no más larga que un meñique y que su padre había tenido que refundir tres veces. Lo usaba para cortar verduras.

A lo ilotas se les prohibía tener armas.

Pero esa cosa estaba perfectamente equilibrada y su hoja cortaba por ambos filos. Protos no hacía más que sopesarla con la mano, cogiéndola con delicadeza por la empuñadura. Casi le daba la sensación de que formara parte de él.

¿Tan diferentes eran un cuchillo y una piedra? Un cuchillo podía volar por el aire, dando vueltas. ¿Sería posible controlar su trayectoria de tal modo que su punta pudiera impactar contra un objetivo?

Pensó que merecía la pena hacer la prueba. Se puso en pie y contó diez pasos desde el árbol contra el que había estado apoyado. Apuntó hacia un lugar en el tronco, no más grande que un puño cerrado, donde la corteza se había desprendido por tres puntos y parecía a punto de caer con un toque. Aferró el cuchillo por la hoja y lanzó.

Voló por el aire emitiendo un sonido parecido al batir de unas alas y su punta se hundió en el tronco. Un fragmento de corteza cayó planeando al suelo.

Practicó durante cerca de una hora, al fin de la cual supo que el cuchillo obedecería a sus deseos tanto como su propia mano.

Entonces sintió hambre.

Después de pasar la mañana vagando, pasó junto a un junípero que aún estaba repleto de frutos. Eran comestibles, aunque amargos. Solo pudo soportar comer unos puñados.

Vio heces de ciervo alrededor del junípero. Quizá les gustaran sus frutos. O quizá solo comieran las hojas.

Pero la presencia de un ciervo indicaba la posibilidad de comer carne.

La experiencia de Protos con la carne se limitaba a un puñado de festivales anuales, cuando se asaban, a cielo abierto, una cabra o un cordero. El resto del tiempo se alimentaba de pan y legumbres y de las verduras del huerto de su madre. No estaba seguro de que la carne de ciervo fuera comestible, pero tenía que comer algo.

Le llevó hasta media tarde seguirle el rastro a una cierva joven. Protos se colocó de cara al viento y se acercó a unos veinticinco pasos; un animal más viejo, más experimentado, nunca le hubiera permitido acercarse tanto.

A esa distancia ni siquiera sabía si sería capaz de acertarle. La cierva miraba en dirección opuesta, pero de costado. Estaba pastando y parecía completamente absorta. Protos apuntó al cuello.

El cuchillo cayó como un halcón sobre un conejo. En el último momento la cierva alzó la cabeza. Quizá oyera algo. La punta se alojó un palmo por debajo de la oreja izquierda y se hundió casi hasta la empuñadura.

En un primer momento la cierva solo pareció aturdida, y se volvió como si estuviera preparada para alejarse brincando. Entonces dio un paso y trastabilló. Permaneció de rodillas un instante y la sangre comenzó a recorrerle el cuello. Luego, lentamente, se desplomó.

Protos sintió una oleada triunfal. Le cortaría uno de los cuartos traseros y luego se dedicaría a la ardua y lenta tarea de encender un fuego.



A las afueras de la ciudad de Larisa, a muchos días de camino de donde Protos estaba pensando en una cena a base de ciervo asado, una mujer estaba sentada en el suelo, apoyada contra la rueda de una carreta que se había detenido junto al río Peneo. Llevaba una túnica negra, tan corta que apenas le llegaba a las caderas pero cuyas mangas le cubrían los brazos, y una larga falda verde, un atuendo que claramente la identificaba como una extranjera, aunque era imposible saber de dónde. De hecho, vestía así porque Grecia le resultaba fría y porque le importaba muy poco lo que pudiera pensar de ella la gente.

Tenía el cabello largo y negro, y su complexión le hubiera hecho pensar a cualquiera en un ídolo de bronce. Casi era bella. Pero su boca, y en particular sus ojos, insinuaban una naturaleza sensual, como si pudiera dar respuesta a cualquier deseo carnal de un hombre.

A su lado, en el suelo, había un cuenco de cerámica, el fondo del cual aún estaba húmedo de cerveza, en la que había mezclado unos polvos de bayas secas que crecían salvajes por toda la Grecia continental, pero que eran despreciadas incluso por los animales.

La mujer estaba dormida o, más bien, en trance, dado que cuando cerraba los ojos veía cosas que hacían que el mundo en el que vivía la mayoría de la gente se antojara un lugar funesto y gris, poco más que un aperitivo de muerte.

Sus sueños podían vagar en muchas direcciones, pero su principio siempre era el mismo. Estaba en Egipto, donde había nacido, en Náucratis, en la margen occidental del delta del Nilo. El nombre de la ciudad era griego y significaba «la que gobierna barcos», pues Náucratis era un puerto comercial establecido por los griegos hacía siglos. Vivía en una casa griega ubicada en el barrio egipcio de la ciudad. Era esclava en esa casa, al igual que lo había sido su madre antes que ella. Tenía catorce años en aquel tiempo.

El dueño de la casa era griego, pero prefería vivir entre egipcios porque le gustaba el lujo, algo que no estaba bien visto en la colonia comercial griega, y porque los egipcios toleraban mejor sus vicios.

Era su hija, pero, más importante aún, su esclava, su propiedad, y por lo tanto igual que cualquier otra mujer de su casa. Y había alcanzado una edad en la que su cuerpo no carecía de encantos.

Avanzaba la noche y él hizo que sus otros esclavos los dejaran solos. Se tumbó en el diván y comió ávidamente el contenido de unos pequeños cuencos de oro. De vez en cuando alzaba la mano para que ella le lamiera los dedos hasta dejarlos limpios. Entonces le tocaba los pechos y a veces la entrepierna para acto seguido seguir comiendo.

Estaba entrado en la mediana edad y era obeso; lucía una barba negra que crecía a ronchones, como si partes de esta le hubieran sido arrancadas. Su rostro era grasiento y olía a lodo de río.